Hombres, ¿qué hará la Iglesia por vosotros?

Conferencia General Abril 1972

Hombres,
¿qué hará la Iglesia por vosotros?

por el élder Gordon B. Hinckley
del Consejo de los Doce


Con la esperanza de que al­gunos me estén escuchando, deseo dirigir mis palabras a dos grupos de hombres que han perdido con­tacto con la Iglesia: aquellos que son miembros nominalmente, pero que están alejados; y los hombres de todo el mundo—los que dudan, los obstinados, los pensadores que hacen preguntas indagadoras y desean respuestas pragmáticas.

Empiezo haciendo la pregunta: «Hombres, ¿qué hará la Iglesia por vosotros?»

Mi respuesta:

Primero, os integrará a la fra­ternidad más grande del mundo.

Todo hombre busca la her­mandad; ese deseo se satisface en cierto grado en muchos clubes de servicio, grupos sociales, asocia­ciones y organizaciones similares. Y a pesar de que todos éstos pueden ser benéficos, no hay ninguno semejante a la hermandad del Sacerdocio de Dios.

En ella se encuentran cientos de miles de hombres, de todas las honradas sendas de la vida, investi­dos con la autoridad para actuar en el nombre de Dios, y obligados, bajo la misma naturaleza del don sagrado que cada uno ha recibido, a fortalecerse y a ayudarse mutuamente. Las palabras del Señor a Pedro son pertinentes a su situa­ción. El declaró: «Simón. . . Satanás os ha pedido para zaran­dearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos» (Lucas 22:37-32).

Este es uno de los grandes pro­pósitos de la organización de quórumes en el sacerdocio de la Iglesia: despertar el conocimiento de las necesidades de otros y una oportunidad y un vehículo para fortalecerse mutuamente.

Un día recibí el llamado de un oficial local de la Iglesia; era abogado, y me dijo que uno de sus vecinos había acudido a él para buscar su ayuda en la obtención de un divorcio; dijo que tenía serios problemas en su matrimonio. Tanto él como su esposa habían estado viviendo fuera del límite de sus recursos económicos, se encontraban desesperadamente endeudados, los problemas econó­micos los habían llevado a pelear constantemente, y el matrimonio se había deteriorado hasta el punto donde ya no podían seguir unidos.

Hablamos del caso, y el resulta­do fue que tres de los miembros del quorum de sacerdocio al que este hombre pertenecía, fueron asignados para trabajar con él y su esposa para encontrar la solu­ción a sus problemas. Uno era abogado, otro banquero y otro contador. La pareja accedió a dejar sus asuntos en manos de éstos, sus vecinos y hermanos.

Con la habilidad, producto de su experiencia profesional y de negocios, el comité empezó su tarea; se pusieron en contacto con los acreedores de este hombre, quienes, confiando en la capaci­dad de este comité, accedieron a concederles tiempo para solu­cionar sus problemas. Dichos pro­blemas habían estado totalmente fuera de su alcance para solucionar­los, pero representaban única­mente un desafío más para sus expertos hermanos.

Del caos nació el orden; la paz fue restaurada al hogar y un nuevo sentimiento de seguridad in­vadió su vida. Su esposa desa­rrolló por él un respeto que nunca le había mostrado y en un período de dos o tres años, todos sus acreedores recibieron lo que se les debía. El hombre y su esposa aprendieron principios que los capacitaron para manejar su hogar en la manera adecuada.

Pablo les dijo a los romanos: «Así que, los que somos fuertes de­bemos soportar las flaquezas de los débiles,» y luego agregó, «y no agradarnos a nosotros mismos» (Romanos 15:1). Este es el espíritu de esta maravillosa hermandad: soportar las flaquezas de los unos y los otros, no necesariamente para agradarse a sí mismos, sino en cumplimiento de una obliga­ción divina.

Segundo, la actividad en la Iglesia motivará a un hombre a purificar su vida, si eso es necesario.

En el conjunto de experiencias de esta Iglesia hay miles y miles de casos de hombres que, bajo los impulsos edificadores del evan­gelio de Jesucristo, y bajo la ins­piración de su asociación con hombres buenos, han recibido la fortaleza para dejar a un lado los hábitos que los mantuvieron cau­tivos por muchos años.

Hace algunos años estuve con un hombre de negocios japonés en la ciudad de Hiroshima, frente al monumento que marca los acontecimientos de ese trágico 6 de agosto de 1945, cuando en tan sólo unos minutos, murieron apro­ximadamente 850.000 personas. Me contó que él había sido miem­bro del Ejército Imperial Japonés, y que de esa experiencia había nacido su odio para todos los norte­americanos.

Un día, dos de nuestros misio­neros llegaron a su puerta, pero él estaba demasiado intoxicado para hablarles. En su vida no había ningún propósito, y su único refugio era la bebida. No recono­ciéndolos por lo que eran, los in­vitó a volver, y algunas semanas más tarde fue bautizado.

Con su conversión, vino pro­pósito a su vida, la voluntad para abandonar antiguos hábitos y la fortaleza para volver a empezar. Habló de su agradecimiento por los jóvenes que le habían enseña­do y la motivación que habían cultivado dentro de él.

Al tiempo de nuestra conver­sación él estaba trabajando como miembro de la presidencia de la rama y como miembro activo de un quorum de élderes. En resumen, su caso puede repetirse miles de veces; no hay ningún otro poder como el poder reformador del evangelio de Jesucristo para brin­darles a los hombres el deseo y la fortaleza para cambiar su vida.

Tercero, ser activos en la Iglesia os brindará progreso mediante la responsabilidad.

Un axioma tan verídico como la vida misma es que progresamos a medida que servimos. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es, entre otras cosas, una escuela grandiosa para el desarrollo de la habilidad para dirigir. Les he dicho a nuestros grupos de misioneros, al reunirme con ellos en varias partes del mundo: «No sois algo especta­cular que contemplar, pero sois todo lo que el Señor tiene.» Y el milagro es que a medida que le sirven al Señor, llegan a ser gigantes en su capacidad y logros.

Y así sucede con cada uno de nosotros; si la obra del Señor ha de seguir adelante, debe llevarse a cabo por personas tales como vosotros y yo. En esta Iglesia existe una necesidad constante de hombres que llenen puestos de responsabilidad; se echa mano de ellos tal como están, y lo asombroso es que a medida que trabajan, aprovechando los mara­villosos programas de entrena­miento y son magnificados por el Espíritu de Dios, llegan a ser eficaces y poderosos.

Recuerdo mi conversación con un joven quien vino por primera vez a esta comunidad mientras se encontraba en su servicio militar. Un domingo visitó la Manzana del Templo, y las conversaciones que ahí empezaron condujeron finalmente a su bautismo.

Cuatro o cinco años más tarde lo entrevisté para ser presidente de un quorum de élderes; me contó acerca de su niñez como huérfano, echado de un lugar a otro, de la soledad y desolación de su vida, de todas las oportuni­dades para la educación y el progreso que le fueron negadas. Luego ingresó a la Iglesia y recibió primeramente una asignación, y luego otra, cada una excedía un poco su presente capacidad, pero a medida que servía, su capaci­dad aumentaba.

Y ahora estaba preparado para una gran responsabilidad; su vida entera había cambiado. Actual­mente es oficial en la Iglesia, un apreciable empleado en un puesto de responsabilidad, un buen es­poso, un padre ejemplar y un buen vecino.

Robert Browning1 dijo: «El alcance del hombre debe exceder su capacidad/’ El progreso se ad­quiere cuando tratamos cons­tantemente de lograr aquello que está más allá de nuestra capacidad inmediata. Uno de los aspectos notorios del programa de la Iglesia es que continuamente motiva a los hombres a dar más de sí mis­mos, a elevarse un poco más.

Cuarto, el ser miembros de la Igle­sia y participar activamente en la misma, le dará una nueva dimensión a vuestra vida, una dimensión espiritual que llegará a ser como una roca de fe, con una investidura de autoridad para hablar en el nombre de Dios.

En la introducción de esta obra en esta dispensación, el Señor declaró que uno de los propósitos de la restauración del evangelio era «que todo hombre hable en el nombre de Dios el Señor, aun el Salvador del mundo» (D y C 1:20).

Cuando el rey Beisasar reunió a su alrededor a sus amigos en una noche de fiesta y alboroto, apare­cieron los dedos de la mano de un hombre que escribía sobre la pared.

Se llamó a los astrólogos y los adi­vinos para que interpretasen la es­critura, y no pudieron hacerlo, afligiéndose el rey sobremanera.

La reina le dijo: «En tu reino hay un hombre en el cual mora el Es­píritu de los dioses santos, y en los días de tu padre se halló en él luz e inteligencia y sabiduría, como sabiduría de los dioses.»

Hombres, ¿qué hará por voso­tros vuestra activa participación en la Iglesia? Verdaderamente añadirá una dimensión espiritual a vuestra vida con la cual bendeciréis a vues­tra familia, a vuestros amigos y a vosotros mismos.

Quinto, os ayudará a gobernar vuestro hogar.

Cuánto más fuerte sería la na­ción—cualquier nación—si en cada hogar presidiera un hombre que considerara a su esposa como una compañera eterna, trabajando con él en una sociedad con Dios en llevar a cabo propósitos divinos y eternos, y que considerara a sus hijos como hijos de nuestro Padre Celestial, quien ha dado a los pa­dres terrenales una mayordomía por esos hijos.

La acción nace de la actitud, y en tal hogar, donde los principios del evangelio verdadero se con­viertan en las pautas para el go­bierno del mismo, habrá aprecio, respeto, consideración, cortesía y honor mutuos, porque el padre considerará a aquellos por quienes es responsable como bendiciones divinas, otorgadas para ser estima­das, nutridas, protegidas y amadas.

 

En una ocasión un converso a la Iglesia dijo: «Como padre, creía en apalear a mis hijos; la más leve infracción de una regla era acompañada de un inmediato castigo físico. Entonces llegó el evangelio a nuestro hogar. Consi­deré a mis hijos bajo una nueva luz; sí, eran mis hijos, pero también eran hijos de nuestro Padre Celes­tial. ¿Cómo podría abusar de un hijo de Dios? Empecé a desarrollar un punto de vista totalmente nuevo hacia mis hijos, y ellos me reciprocaron con una nueva acti­tud.

«¿Tenemos disciplina en nues­tro hogar? Sí, pero una totalmente diferente. Ya no somos adversa­rios; todavía se imponen algunos castigos por hacer cosas malas, pero éstos son de naturaleza di­ferente y son aceptados como algo que se merece, y no con amargura como antes lo fueron. Ahora existe el respeto mutuo, y más que todo, amor. ¡Qué diferencia hace el evan­gelio cuando se acepta y se vive!»

Finalmente, la Iglesia hace posible que vosotros, hombres, liguéis a vosotros para toda la eternidad a aquellos que amáis más.

Ninguna otra relación en la vida es tan sagrada, tan satisfactoria e importante en sus consecuencias como la relación familiar. Por lo tanto, cuán trágicas son las impli­caciones de esas palabras que se dicen tan a menudo en el día de la boda: «Hasta que la muerte os separe.»

Tan ciertamente como ha habi­do una unión en el matrimonio con tal ceremonia, también se ha decretado una separación y can­celación de la relación familiar al tiempo de la muerte. Es una paradoja, una contradicción pensar en la vida eterna sin un amor eter­no.

Un amoroso Padre Celestial, que se preocupa por sus hijos, ha hecho posible la continuación de esas relaciones sagradas. El Señor declaró a sus Doce escogi­dos: «Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos;. . .» (Mateo 16:19).

Ese mismo poder, de atar en los cielos lo que es atado en la tierra, existe en esta Iglesia actualmente. Se ejerce en los santos templos, y ahí, bajo la autoridad del Sacer­docio de Dios, los padres y los hijos son sellados bajo un convenio y en una relación que el tiempo no puede interrumpir y la muerte no puede destruir.

No hace mucho pronuncié unas palabras en el funeral de un hom­bre prominente en esta comunidad. Era un tiempo de lamento, sí pero también era un tiempo de seguri­dad. Y a través de las lágrimas de la maravillosa mujercita y sus hijos que ese día lloraban, brillaba una sonrisa de paz a causa de la convic­ción de que su esposo y padre simplemente se había ido más allá a preparar las reuniones que seguirían.

Después del servicio, recibí una carta de un hombre de nego­cios de la comunidad, un hombre que no es de nuestra fe, y que escribió: «Ustedes tienen una ac­titud positiva que es verdadera­mente impresionante. Vienen a dar consuelo y no a lamentarse— a alabar la vida en vez de maldecir a la muerte. La profundidad de su fe seguramente los ayuda a su­perar muchas de las vicisitudes de la vida, una de las cuales es nada menos que la muerte.»

Hombres, ¿qué hará la Iglesia por vosotros? Tan seguro como la vida misma, os dará la seguridad de que la muerte es tan solamente una graduación, y que aquellos que más amáis podrán ser vuestros durante toda la eternidad.

A nuestros hermanos de todo el mundo, a los que han perdido el interés y se han alejado, y a los que aún no han investigado, ex­tiendo una invitación para venir y ver. En su sabiduría, Dios ha es­tablecido su organización para enriquecer vuestras vidas, traer paz a vuestro corazón y gozo y amor a nuestros hogares—y la seguri­dad de que vuestros seres queri­dos podrán ser vuestros para siem­pre.

Mis hermanos, la puerta está abierta; seréis amablemente reci­bidos, y encontraréis a muchos buenos hombres listos para ayu­daros. Más aún, como siervo del Señor, no vacilo en prometer que llegaréis a conocer un gozo como el que nunca habéis experimenta­do.

Os testifico de estas cosas con sobriedad y agradecimiento, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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2 Responses to Hombres, ¿qué hará la Iglesia por vosotros?

  1. Avatar de Blanca Blanca dice:

    Desde la Estaca Misiones Posadas
    De parte de Tres hermanos que compartimos este hermoso mensaje muy claro y motivador damos la gracias por publicar este discurso.

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  2. Avatar de Marisol Balcazar. Marisol Balcazar. dice:

    Realmente estoy tan agradecido por este mensaje,Yo soy una miembro activa,en estado de invalidez pero jamás recibí este tipo de apoyo y ahora mismo entregaré mi bien inmueble para poder pagar todas las deudas adquiridas por mis traslados a hospitales y tratamientos médicos especializados,no estoy en condición de divorcio,pero sí en abandono desde hace 23 años por el padre de mis hijos, y espero con mucha fé que un día vuelva a la Iglesia por el bien de su alma.

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