Un hilo plateado en el oscuro
tapiz de la guerra
por Gordon B. Hinckley
del Consejo de los Doce
Liahona Enero 1969
Mis queridos hermanos: Mi corazón y mi alma se han conmovido y emocionado con el ardiente testimonio que el presidente McKay dio esta mañana, acerca del Señor resucitado. Espero que ninguno de los que estamos aquí presentes olvide nunca ese testimonio de nuestro Profeta.
Con la inspiración del Señor, deseo hacer uso de ese aspecto como tema.
Previamente he dirigido la palabra desde este pulpito sobre la guerra en Viet Nam. Con vuestro consentimiento, deseo nuevamente decir unas cuantas palabras a este respecto, porque sé que es un tópico que mora en los corazones y mentes de miles de personas que tienen hijos allí. El bienestar de sus seres queridos es la preocupación constante en sus pensamientos y oraciones. Aun para aquellos de otras naciones, la guerra es un asunto de gran importancia.
Aquel que haya estado en Viet Nam, como yo en varias ocasiones, y haya sentido en un pequeño grado la terrible aflicción de esa tierra, no puede evitar hacer de la súplica por la paz una parte de sus oraciones diarias. Esta guerra, como otras, está cargada de calamidades terribles y tragedias indecibles.
Pero no obstante las calamidades y tragedias, puedo ver un hilo plateado brillando a través del oscuro y sangriento tapiz de conflictos; veo el dedo del Señor sacando algo de provecho de los malos designios del adversario. De este conflicto, como de otros que he presenciado en Asia, veo un esparcimiento del programa del Señor.
No hace mucho estuve en Saigón; nuestro pequeño taxi nos llevó por la lodosa calle hacia donde se encontraba la Rama de Saigón. Era durante la noche; la electricidad la habían cortado, como frecuentemente sucede, y la oscuridad en la fuerte lluvia era opresiva.
La estrecha calle que conducía hacia el lugar de reuniones, era casi un río. Al llegar a nuestro destino, noté que una delgada figura sosteniendo un paraguas salía a nuestro encuentro. Cuando abrimos la puerta del taxi, reconocí al hermano Minh que es élder en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; el primer vietnamita que recibiera el Sacerdocio de Melquisedec.
Nos detuvimos ante el portal del edificio mientras él nos suplicaba que se le concediera una oportunidad de traducir El Libro de Mormón a su propio idioma. Le pregunté cómo encontraría el tiempo para hacer ese trabajo, ya que tenía uno que requería largas y tediosas horas de labor. Respondió que algún día el evangelio llegaría a su gente y que necesitarían el testimonio de El Libro de Mormón; dijo que de alguna manera encontraría el tiempo para hacerlo. Este hermano entiende inglés, así que había leído el libro; había sentido su espíritu y sabía que otros sentirían la misma cosa cuando lo leyeran en su propio idioma.
Como el hermano Minh, estoy convencido de que en esa tierra hay y habrá muchos que algún día responderán al mensaje del evangelio restaurado. No sé cuándo será ese día, pero tengo fe en que vendrá, y que los esfuerzos de vuestros hijos que están prestando su servicio militar harán posible que ese día se haga realidad. Sin su presencia ahí, veo pocas probabilidades de que se realice ni en cincuenta años.
Permitidme compartir con vosotros parte de una experiencia sagrada e inspirativa. Un domingo, el 30 de octubre de 1966, más de 200 miembros de la Iglesia se reunieron en la azotea del Hotel Caravelle en el centro de Saigón, donde tuvimos un buen servicio inspirativo, con discursos del élder Marión D. Hanks, el presidente Keith E. Garner y otros. Al concluir la reunión, mientras dirigía la palabra, me sentí inspirado a dedicar esa tierra para la predicación del evangelio bajo la previa autorización del presidente McKay.
Siendo que la oración dedicatoria era parte de una reunión pública, no creo inapropiado repetir en este lugar algunas de las palabras que me sentí inclinado a pronunciar en esa oración. Cito:
«Oh Dios, nuestro Padre Eterno, con corazones humillados nos reunimos ante Ti en este día, en la tierra de Viet Nam del Sur, país que en la actualidad está desolado por la guerra, destrucción y disensión: Nos reunimos en el nombre de tu Hijo, el Señor, Jesucristo, el Príncipe de la Paz, para invocar tu bendición especial. . . .
«Hemos visto en otras partes de Asia, la manera en que has vuelto la mano y obra del adversario para el beneficio y bendición de muchos de tus hijos; y ahora en esta ocasión acudimos a ti para que de la misma manera derrames tu espíritu sobre esta tierra. Te rogamos, nuestro Padre y Dios, que toques el corazón de los líderes de esas naciones que pelean una contra otra, con un espíritu de entendimiento, un conocimiento del hecho de que todos los hombres son hijos tuyos y por tanto hermanos, e implantes en cada uno de ellos el deseo de acabar con el gran conflicto que se extiende enfurecidamente sobre esta tierra, un arreglo que sea honorable, que promueva la causa de la libertad y justicia y que garantice el libre albedrío de aquellos que aman la libertad. . . .
«Padre Santo, muchos buenos hombres poseedores del sacerdocio han venido a este país a causa de la guerra. Durante su estadía aquí, han tratado de establecer tu obra divina en esta parte del mundo; han compartido el Evangelio de tu Hijo con sus amigos y compatriotas, así como con el pueblo vietnamita. Con gratitud hemos presenciado el bautismo de varias de estas personas; y es por eso que creemos oportuno en esta ocasión, bajo la autoridad conferida sobre nosotros por el Profeta, a quien has señalado para estar a la cabeza de tu obra en estos días, dedicar esta tierra e invocar tus bendiciones sobre ella.
«De la misma manera venimos ante ti en el ejercicio del Santo Sacerdocio y en la autoridad del santo apostolado investido en nosotros dedicamos y consagramos este país de Viet Nam del Sur para la predicación del Evangelio del Señor Jesucristo, tal y como fue restaurado a través del profeta José Smith. Que de ahora en adelante, Padre, venga sobre esta tierra una gran porción de tu Santo Espíritu para tocar el corazón de las personas y gobernantes de ella. Que abran su corazón a la enseñanza de la verdad y sean receptivos al Evangelio de tu Hijo. Que aquellos que poseen estas bendiciones sientan un nuevo deseo en sus corazones de compartir con otros los grandes dones, poderes y autoridad que tienen, los cuales han venido de ti. . . .
«Abre el camino para la entrada de los misioneros, y haz sus labores fructíferas, de un provecho eterno en la vida de las personas.
«Para este propósito buscamos tu bendición este santo día al estar ante ti, y reconocemos con agradecimiento tus bondades para con nosotros… en el nombre de nuestro Redentor, el Señor Jesucristo. Amén.»
Todavía no tenemos misioneros de regla en ese lugar; no sé cuándo podremos enviarlos, pero tengo fe en que llegará el día. Mientras tanto, los civiles como militares, están compartiendo el evangelio, no quebrantando ninguna regla oficial, ni mediante un proselitismo regular, sino que han enseñado lo que otros han estado buscando.
Mediante sus esfuerzos, la obra de la Iglesia se ha establecido en diferentes lugares, incluyendo el establecimiento legal de la Iglesia en Tailandia. Dudo de que esto se hubiera llevado a cabo si no hubiera sido por los miembros devotos de la Iglesia que estaban allí por razones de la guerra. En medio del peligro, el Señor bendice a estos hombres por su bondad; en medio de obstáculos invencibles, los bendice por su fe, los bendice por su deseo de compartir el precioso don del evangelio.
Me ha impresionado el sacrificio de nuestra gente, de construir casas de oración en muchas partes del mundo, pero creo que nunca me he sentido tan profundamente emocionado como al presenciar el apoyo a una sugerencia que nuestro presidente de zona de Viet Nam, un oficial militar, hizo hace dos años. Sugirió que nuestros hermanos, que ya estaban pagando sus diezmos, contribuyeran con la diferencia de su salario de combate a un fondo de construcción. Esto representa la cantidad extra dada a los hombres por derechos de batalla. En un solo domingo, los hombres de la Rama de Saigón contribuyeron con más de 3.000 dólares, y los siguientes 30 días se recolectaron otros 18.000 dólares en todo Viet Nam. ¿En dónde encontraríais una mejor expresión de fe que la de los soldados, aviadores y marinos que han donado a la causa de la paz el dinero que se les paga por los riesgos en la batalla? Lo donaron para la construcción de edificios que nunca usarán o verán, pero que algún día bendecirán a las personas por cuya libertad han peleado.
Que el Señor los bendiga por su generosidad y que ojalá el Señor consuele el corazón de sus padres preocupados, quienes implantaron y cultivaron en sus hijos una fe que en la actualidad brilla silenciosamente en el oscuro lugar de batalla en que se encuentran.
Espero que algunos de vosotros, padres, que os afligís porque vuestros hijos no pudieron ir a misiones por causa del llamado al servicio militar, obtengáis cierto grado de consuelo con la seguridad de que vuestros hijos efectuarán una eficaz obra misionera mediante sus ejemplos, y que ayudarán a levantar el velo de las tierras de oscuridad en donde el evangelio debe enseñarse algún día.
La semana pasada leí por primera vez una interesante declaración de Brigham Young, que dijo:
«Me regocijaré en gran manera cuando sepa que las personas del Sudeste Asiático, así como la gente de toda isla y continente, tanto las de alta posición social como baja, el ignorante y el inteligente, hayan recibido las palabras de vida eterna, y se les haya conferido el poder del Sacerdocio eterno del Hijo de Dios. . . .» (Journal of Discourses, Vol. 8, p. 7)
Mi deseo no es defender la guerra desde este pulpito, simplemente no hay una respuesta sencilla, los problemas son complejos, casi incomprensibles. Sólo deseo llamar vuestra atención hacia ese hilo plateado, pequeño pero radiante de esperanza, brillando a través del oscuro tapiz de la guerra; o sea, el establecimiento de un puente, pequeño y frágil por ahora, pero el cual de alguna manera, bajo las vías misteriosas de Dios, será fortalecido, y del que algún día emanará una gran obra que afectará para su beneficio la vida de un gran número de los hijos de nuestro Padre que viven en esa parte del mundo. De eso tengo gran fe.
He visto el prototipo de lo que sucederá al haber presenciado el desarrollo de esta obra en otras de las antiguas naciones de Asia: en Korea, Taiwan, Okinawa, las Filipinas y en Japón, en donde en total tenemos más de 25.000 Santos de los Últimos Días.
Estos miembros maravillosos son el dulce fruto de la semilla una vez plantada en los oscuros años de guerra y en los inquietos días que la siguieron, piando los buenos hombres poseedores del sacerdocio, tanto civiles como militares, mediante el ejemplo de sus vidas y la inspiración de sus preceptos, pusieron los cimientos en que esta gran obra se ha establecido.
Permitidme leer un párrafo de una carta que recibí recientemente de uno de nuestros hermanos en Viet Nam:
«El otro día vi en Phu Bai a un joven miembro de la Iglesia leyendo el libro Una Obra Maravillosa y un Prodigio (para de esta manera estar capacitado para enseñarle a cualquiera que le preguntara acerca de la Iglesia). El libro estaba sucio, sus manos estaban sucias, pero él no vio la suciedad porque se hallaba concentrado en lo que estaba leyendo.»
Al imaginarme al joven vestido con el sucio uniforme, acabando de regresar de una peligrosa misión en la selva, estudiando el evangelio, vinieron a mi mente otros dos cuadros: el primero, del hogar en que creció, en donde se ora constantemente por su protección; el segundo, del día en que la nube de guerra desaparezca, cuando la paz reine en el país, y cuando haya congregaciones de la Iglesia edificadas sobre cimientos puestos por nuestros hermanos que están actualmente allá.
Ese día vendrá, de eso estoy seguro.
Que el Señor bendiga a nuestros fieles hermanos en Asia, y que nos dé la visión para poder ver más allá de este oscuro día, al tiempo cuando, a causa de su gran servicio, su reino de estos últimos días abarcará muchas almas en esta parte de la tierra. Lo pido humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.
























