Enseñanzas del Libro de Mormón

Capítulo 24

El Individuo y la Guerra


Cuando una nación entra en guerra, una serie de inevitables problemas se presentan a los individuos. Algunos de estos problemas tienen que ver con sus actitudes y otros con sus acciones. ¿Cuál debiera ser la actitud íntima de todo individuo frente a sus enemigos? ¿Cuál ante su gobierno? Si es incorporado en el ejército, ¿habrá de disparar sus armas para matar? ¿Habrá de soltar bombas sobre indefensos civiles enemigos? ¿Qué debería hacer como vencedor? ¿Le protegerá el Señor, escudándolo contra la muerte? ¿Le abandonará el Espíritu del Señor si mata en el transcurso de sus servicios? Si defendiendo su país y sus libertades llega a morir, ¿cuál será su recompensa?

Realmente, éstos no son problemas nuevos. Son tan antiguos como el tiempo mismo, pero que deben ser encarados una y otra vez, de generación en generación. En nuestros días, podemos obtener muchas respuestas de los propios acontecimientos del pasado. Especialmente, podemos ser ayudados por lo que el Libro de Mormón nos dice al respecto.

En el capítulo anterior hemos citado a los profetas nefitas como directores de sus compatriotas en la guerra y justificándose a sí mismos por el hecho de tomar la vida del enemigo, cada vez que para salvaguardar sus vidas, sus propiedades y su libertad, se hacía necesario. Pero, ¿les justificaba Dios en estas acciones? Y ¿cómo podríamos determinar esto?

No es difícil hallar la respuesta. Aquellos que estén bajo condenación divina, no pueden disfrutar de la compañía del Espíritu de Dios, porque el Espíritu “no habita en templos impuros”1 ¿Conservaron el Espíritu de Dios los profetas nefitas que lucharon en la guerra y derramaron la sangre de otros? Debemos admitir que Nefi, Alma, Moroni, Mormón, Ammón y otros retuvieron con ellos el Espíritu del Señor tanto en los campos de batalla como en los días subsiguientes al respectivo derramamiento de sangre. Por lo tanto, es evidente que Dios no los condenó por ello. Y la razón de esto está determinada por la actitud mental de los participantes y por el hecho de que no iban a la guerra a menos que el Señor así se lo indicara. Al hablar del gran guerrero Moroni, Mormón dice:

Y los nefitas habían aprendido a defenderse contra sus enemigos, aun hasta la efusión de sangre si necesario fuese; sí, y también se les enseñó a nunca ofender a nadie, a nunca levantar la espada sino contra un enemigo, y sólo para defender sus vidas.

Y su fe era que si hacían esto, Dios los prosperaría en el país, o en otras palabras, si eran fieles en guardar los mandamientos de Dios, él los prosperaría en el país; sí, los amonestaría a huir o a prepararse para la guerra, según su peligro;

Y también, que Dios les manifestaría dónde deberían ir para defenderse de sus enemigos, y, haciéndolo, el Señor los libraría; y ésta era la fe de Moroni, y su corazón se deleitaba en ello; no en la efusión de sangre, sino en hacer bien y conservar a su pueblo; sí, en guardar los mandamientos de Dios y resistir la iniquidad. (Alma 48:14-16.)

Más adelante, Mormón dice de los soldados nefitas:

Y les pesaba tener que tomar las armas en contra de los lamanitas, porque no se deleitaban en la efusión de sangre; sí, y no sólo eso, sino que los afligía tener que ser ellos quienes enviarían a tantos de sus hermanos de esta vida a un mundo eterno sin estar preparados para presentarse ante su Dios. (Alma 48:23.)

Con respecto a los individuos en tiempo de guerra, las cartas cursadas entre Moroni, el comandante en el campo de batalla, y Pahorán, el gobernante del país, nos proveen algunas lecciones de gran significación.2 En su carta, Moroni considera el problema del deber de los civiles en tiempo de guerra y el destino de los que mueren en el campo de la lucha:

. . .Pero esto no es todo; les habéis negado vuestras provisiones al grado de que muchos han combatido y dado sus vidas por motivo de su gran ansiedad por el bien de este pueblo, sí, y lo han hecho cuando estaban a punto de perecer de hambre por razón de vuestra negligencia hacia ellos.

Y ahora, amados hermanos míos, porque deberías ser amados, sí, y deberíais haber obrado más diligentemente por el bienestar y la libertad de este pueblo; pero he aquí, los habéis descuidado de tal manera que la sangre de miles de ellos descenderá sobre vuestras cabezas pidiendo venganza; sí, conocidos le son a Dios todos sus clamores y padecimientos.

He aquí, ¿pensáis que os podéis sentar en vuestros tronos, y que debido a la inmensa bondad de Dios, él os librará sin hacer nada vosotros? He aquí, si habéis supuesto esto, lo habéis hecho en vano.

¿Creéis que por haber sido muertos tantos de vuestros hermanos ha sido a causa de sus maldades? Os digo que si habéis entendido esto, habéis pensado en vano; porque os digo que muchos son los que han caído por la espada; y he aquí, es para vuestra condenación;

Porque el Señor permite que los justos mueran para que su justicia y juicios puedan caer sobre los malos. Por tanto, no debéis suponer que se pierden los justos por haber muerto; más he aquí, entran en el reposo del Señor, su Dios.

Y he aquí, os digo que mucho temo que los juicios de Dios caigan sobre este pueblo por razón de su extremado abandono; si, por el descuido de nuestro gobierno y su extremada negligencia hacia sus hermanos, sí, hacia los que han perecido.

Porque si no hubiera sido por la perversidad que comenzó primeramente por los que están a la cabeza, podríamos haber resistido a nuestros enemigos para que no triunfasen sobre nosotros. (Alma 60:9-15.)

La contestación de Pahorán constituye también un gran documento, especialmente la parte en que declara:

He aquí, me has censurado en tu epístola, pero no importa; no me he enojado por esto, sino que me siento lleno de alegría cuando veo la grandeza de tu corazón. Yo, Pahorán, no ambiciono el poder, sino retener mi asiento judicial, a fin de conservar los derechos y la libertad de mi pueblo. Mi alma permanece firme en esa libertad con que Dios nos ha hecho libres.

Y he aquí, resistiéremos la iniquidad hasta el derrame de sangre. Nosotros no verteríamos la sangre de los lamanitas si permaneciesen en sus propias tierras.

Ni verteríamos la sangre de nuestros hermanos, si no se rebelasen y tomasen la espada contra nosotros.

Nos someteríamos al yugo de la servidumbre si lo demandara la justicia de Dios, o si él nos mandase que lo hiciéramos.

Mas he aquí, él no nos manda que nos sujetemos a nuestros enemigos, sino que pongamos en él nuestra confianza, y él nos librará.

Por lo tanto, mi querido hermano Moroni, resistamos al mal, y el mal que no podamos resistir con nuestras palabras, sí, como las rebeliones y disensiones, resistámoslo con nuestras espadas para que podamos conservar nuestra libertad, para que podamos regocijarnos en el gran privilegio de nuestra iglesia y en la causa de nuestro Redentor y nuestro Dios. (Alma 61:9-14).

Aunque la preservación de la vida de los dos mil sesenta soldados de Helamán—que si bien todos fueran heridos en la lucha, ninguno murió como consecuencia de ello—fue atribuida a la bondad y la ayuda de Dios, era generalmente aceptado que tanto el bueno como el malo podía perecer en la guerra. Y esto era por motivo del libre albedrío dado al hombre por su Creador, quien consiguientemente no podía interferir a fin de que ningún ser tuviera excusas en el día del juicio final. Así lo leemos en el libro de Alma:

Y juntaron a sus esposas e hijos; y mandaron echar al fuego a todo aquel que creía, o que le habían enseñado a creer en la palabra de Dios; y también trajeron sus anales que contenían las Santas Escrituras, y los arrojaron también al fuego para quemarlos y destruirlos.

Y ocurrió que llevaron a Alma y Amulek al lugar del martirio para que presenciaran la muerte de los que eran consumidos por el fuego.

Y cuando Amulek vio los dolores de las mujeres y niños que se consumían en la hoguera, se condolió también, y dijo a Alma: ¿Cómo podemos presenciar esta horrible escena? Extendamos nuestras manos y ejerzamos el poder de Dios que está en nosotros para salvarlos de las llamas.

Más le dijo Alma: El Espíritu me restringe para que no extienda mi mano; pues he aquí, el Señor los recibe para sí mismo en gloria; y él permite que el pueblo les haga esto, según la obstinación de sus corazones, para que los juicios que su ira envíe sobre ellos sean justos; y la sangre del inocente será un testimonio en su contra, sí, y clamará fuertemente contra ellos en el postrer día. (Alma 14:8-11.)

La parte de Dios en las batallas parece consistir principalmente en inspirar a los justos cuándo y dónde sorprender al enemigo, y cuándo y dónde deben moverse a fin de preservar sus propias vidas. Moroni lo destaca en esta forma:

. . .Dios les manifestaría dónde deberían ir para defenderse de sus enemigos. . . (Alma 48:16.)

En esta dispensación, el presidente David O. McKay definió la posición de la Iglesia con respecto a la guerra, en un discurso que pronunció en oportunidad de la Conferencia General del 5 de abril de 1942, cuando manifestó:

Ante la trágica condición que la humanidad enfrenta, hombres y mujeres honestos se preguntan cómo es posible reconciliar las enseñanzas de Jesús con la participación de la Iglesia en la guerra. La guerra es fundamentalmente egoísta. Sus raíces se nutren en los terrenos de la envidia, el odio y la ambición por el poder. Sus frutos, en consecuencia, son siempre amargos. Los que cultivan y abogan por la guerra, esparcen sólo muerte y destrucción, y son enemigos de la humanidad. . . .Yo apoyo a nuestro país en la gigantesca responsabilidad que ha aceptado en el presente conflicto mundial, y sostengo a la Iglesia en su actitud de lealtad hacia el gobierno en su lucha contra la dictadura.

En justificación a esta aparente inconsistencia, no intentaré demostrar que hay oportunidades en que Jesús aprobaría el hecho de que una nación inicie un conflicto. Que Él ha usado la fuerza para expulsar a mercaderes y profanos de la Casa del Señor, está documentado por la historia y las Escrituras; pero sólo una mala interpretación de este pasaje podría aplicar el incidente como justificativo para que una nación Cristiana declare la guerra a otra. En aquella ocasión, como en toda otra oportunidad, Jesús no hizo sino oponerse y denunciar el error.

… La más grande responsabilidad del estado es amparar las vidas y defender las propiedades y los derechos de sus ciudadanos; y si el estado está obligado a proteger a sus ciudadanos contra la ilegalidad dentro de sus fronteras, está igualmente comprometido a resguardarles de toda ilícita invasión foránea—ya sean ataques por parte de individuos o de naciones. Como Iglesia, por consiguiente, nosotros “creemos que todo hombre queda justificado si se defiende a sí mismo, a sus amigos, propiedad y el gobierno, de ataques y abusos ilícitos por parte de cualquiera persona, en tiempos de emergencia, cuando es imposible apelar inmediatamente a la ley y obtener amparo.”—Doc. y Con. 184:11.— (Presidente David O. McKay, 112a. Conferencia General, 5 de abril de 1942.)


1  Alma 7:21; Helamán 4:24.
2  En los capítulos 60 y 61 de Alma, encontramos dos cartas completas, cuya lectura se aconseja muy especialmente.

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2 Responses to Enseñanzas del Libro de Mormón

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Gracias por tan importante altura Gracias bendiciones saludos

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  2. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Gracias por este bello mensaje Gracias excelente explicacion

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