Enseñanzas del Libro de Mormón

Capítulo 3

El concepto del Libro de Mormón
acerca de la inmortalidad


Parece ser que entre los hombres, el deseo de seguir viviendo es universal. El deseo de prolongar la existencia es tan fuerte, no sólo entre los seres humanos sino en toda clase de vida animal, que la llamada “ley de conservación” está considerada como la ley primordial de la naturaleza.

En cada hombre es tan profundo ese deseo de vivir, que la mayoría estaría dispuesta a cualquier cosa con tal de conservar su existencia. Aun los condenados por la justicia, mientras esperan su ejecución, luchan por vivir, aunque ello no signifique otra cosa que permanecer entre rejas hasta el fin natural de sus días.

Siendo un ser racional, el hombre no limita sus deseos a la vida terrenal, sino que los proyecta aún más allá de la tumba. El deseo universal, la esperanza que se anida en el pecho de casi toda cria­tura viviente, es existir por la eternidad. A medida que el hombre profesa esa fe y esperanza por vivir más allá de la tumba, tiene presente en su mente el vivido cuadro que esa vida promete, sa­biendo que para el justo significa algo de una belleza que jamás pudo conocer aquí, y para el inicuo una amargura mayor que cual­quier cosa terrenal.

Encontramos esta misma fe, en sus múltiples formas, tanto en la tribu más salvaje de las zonas primitivas, como en los más altos niveles de la civilización. Aunque muchas personas expresan cons­tantemente sus dudas acerca de la eternidad, aquel natural deseo permanece, y cualquiera puede encontrar toda clase de evidencias al respecto. Tanto en el sentimiento religioso como en toda acción de la vida, ese deseo ha sido siempre una dinámica fuerza impul­sora. Ello ha sido la idea central alrededor de la cual se han edi­ficado tantos credos teológicos.

Las religiones que lograron una más amplia aceptación y popularidad, son aquellas que han asegurado a sus fieles una vida feliz y gloriosa después de la muerte. Las religiones que han tenido vitalidad para modelar la vida terrenal de sus seguidores, y han hecho positivas contribuciones a la felicidad de la humani­dad, son aquellas que no sólo proclamaron la esperanza en una vida eterna, sino que subordinaron la felicidad venidera a la observancia de una conducta digna y justa durante la vida mortal.

Las antiguas religiones de Egipto, Persia y la India, enseñaron la doc­trina de la inmortalidad del alma, aunque teniendo cada una de ellas su propia interpretación filosófica concerniente a la condición final de la sustancia eterna que compone al hombre. En la India, la meta de uno que estuviera viviendo una vida justa, era ser absorbido por el gran mundo del alma, per­diendo de este modo la identidad individual. Por el contrario, unos tres mil años antes de Jesucristo, los egipcios embalsamaban a sus muertos, preparándo­les para una resurrección literal del cuerpo.

Las religiones de misterio que supieron ser fuertes rivales del Cristianismo durante los primeros cuatro siglos de esta era, estaban edificadas en base al concepto de una inmortalidad glorificada para los miembros de la secta, a quienes se daba una especie de fórmula para poder lograr dicha glorificación. Aun los filósofos griegos enseñaron la doctrina de la vida eterna.

La religión que Cristo enseñó, ofrecía a sus creyentes una más positiva afirmación que sus rivales paganos, en cuanto a la vida después de la muerte. El concepto Cristiano sobre la inmortalidad, era más potente que el de cual­quier otro competidor filosófico, puesto que en su teología definía un plan evangélico más consistente y racional, el cual garantizaba a aquéllos que vivieran de acuerdo a sus principios, una existencia eterna junto al Salvador. Esta gran religión tenía, además, la ventaja de contar con un personaje central individual y realmente histórico como fundador: Jesús el Cristo, el Unigénito de Dios. (Berrett, A Guide to the Study of the Book of Mormon, páginas 84-85.)

En su libro, Thoughts on Life and Death (Ideas sobre la Vida y la Muerte), William Ernest Hocking describe los efectos que la ciencia y la filosofía modernas producen sobre el punto de vista del hombre en cuanto a sí mismo y al mundo en que vive, con estas palabras:

El mal de la insensatez que afecta a nuestro tiempo … se debe princi­palmente al hecho … de que la vida humana ha estado siendo encuadrada a través de los avances rutinarios de la ciencia, dentro de una serie de marcos que, esencialmente, no tienen sentido. . . . Hemos ubicado a la vida humana dentro de un cuadro astronómico que, por definición, no contiene significado alguno. Nos hemos psicoanalizado nosotros mismos como cosas de la natu­raleza. . . lo cual es una insensatez. Nos hemos sociabilizado dentro de un humanismo de ayuda mutua, a fin de arribar a un final biológico—para el cual la misma psicología puede proveernos del molde de conducta—, lo que a su vez forma parte de una escena astronómica, vale decir, sin sentido. Todo esto es resultado de nuestro más exaltado desarrollo intelectual, acompañado, como dato psicológico, por nuestro razonamiento científico. . . En la per­fección de nuestra sanidad, nos hemos juzgado seriamente como una raza desprovista de significado.

Podría decirse que a Hocking, el autor de la obra mencionada, no le agrada este cuadro, y que tampoco acepta él su validez.

En su ensayo, A Freeman’s Worship (Culto de un Hombre Libre), Bertrand Russell, con respecto a la versión griega de Mefistófeles, referente a la formación del mundo y a la creación del hombre como acto caprichoso de una deidad maligna, nos dice:

Tales, y aún mayores despropósitos, son las tesis desprovistas de sig­nificado que la Ciencia ofrece a nuestro credo. . . . Que el hombre es producto de causas que nada disponen en cuanto a los fines de la vida; que su origen, crecimiento, desarrollo y esperanzas no son sino consecuencias de una acci­dental disposición de átomos; que no hay ardor, heroísmo, pensamiento o sentimiento alguno que pueda prever la conservación de una vida personal más allá de la muerte; que toda la obra de las edades, toda devoción, toda aspiración y la brillantez toda del genio humano, están inexorablemente destinadas a extinguirse en la infinita muerte del sistema solar, y que el monumental templo de las realizaciones del Hombre debe ser sepultado bajo los escombros de un Universo en ruinas—todas estas cosas, si bien no están enteramente más allá de las disputas, son tan indudablemente ciertas para la Ciencia, que ningún filósofo que las rechace podrá sostenerse por mucho tiempo . . . Breve e imponente es la vida del hombre; sobre él y toda su raza, el lento pero seguro destino cae tétrico y despiadado. Ciego a lo bueno y a lo malo, indiferente a la destrucción, rueda por el implacable sendero de su sino; al hombre, destinado hoy a perder sus seres queridos y pasar mañana él mismo por las puertas de la tiniebla, sólo le queda acariciar, antes que el golpe lo destroce, los excelsos pensamientos que ennoblecen sus míseros días. (Bertrand Russell, Mysticism and Logic, W. W. Norton Co. Inc.)

La filosofía del Libro de Mormón contrasta impresionante­mente con la de estos modernos pensadores. El concepto nefita de la inmortalidad, comprende no solamente la preservación de la indi­vidualidad, sino también la reunión permanente del espíritu con el cuerpo de carne y huesos. Tal como Amulek declara:

He aquí, te he hablado acerca de la muerte del cuerpo mortal, y también de la resurrección del cuerpo mortal. Te digo que este cuerpo mortal se levantará cuerpo inmortal, es decir, de la muerte, sí, de la primera muerte a vida, para no morir ya más; sus espíritus se unirán a sus cuerpos para no ser separados nunca más, y esta unión se tornará espiritual e inmortal, para no volver a ver corrupción. (Alma 11:45)

Abinadí indica que de no haber sido por Jesucristo, el hombre no podría lograr la inmortalidad:

Y si Cristo no hubiese resucitado de los muertos, o si no hubiese roto los lazos de la muerte, para que el sepulcro no tuviera victoria ni la muerte aguijón, no podría haber resurrección.

Más hay una resurrección; y por tanto, no hay victoria para el sepulcro, y el aguijón de la muerte es deshecho en Cristo.

Él es la luz y la vida del mundo; sí, una luz infinita que nunca se puede extinguir; sí, y también una vida que es infinita para que no pueda haber más muerte.

Y esto que es mortal se vestirá de inmortalidad, y esta corrupción de incorrupción, y todos serán llevados ante el tribunal de Dios para ser juzgados por él, según sus obras, ya fueren buenas o malas.

Si fueren buenas, a la resurrección de una vida eterna y felicidad, y si fueren malas, a la resurrección de una condenación eterna, y son entregados al diablo que los sujetó, lo que es la condenación. . . . (Mosíah 16:7-11)

Pero la inmortalidad no significa felicidad eterna. Consiste sólo en la reunión del cuerpo y el espíritu para que nunca más sean separados. Algunos llegarán a ser inmortales y sin embargo serán privados de la presencia de Dios por causa de su desobediencia; y dicha separación de la presencia de Dios, es conocida como “la se­gunda muerte”.

Por lo tanto, si morían en su estado de maldad, tendrían que ser rechazados también con respecto a las cosas espirituales que pertenecen a la justicia; de modo que deben comparecer ante Dios para ser juzgados según sus obras. Y si sus obras han sido inmundicia, ellos mismos han de ser inmundos; y si son inmundos, no es posible que moren en el reino de Dios; de ser así, el reino de Dios sería igualmente inmundo.

Pero he aquí, os digo que el reino de Dios no es inmundo, y que ninguna cosa impura puede entrar en él; de modo que es necesario que haya un lugar de inmundicia para lo que es inmundo.

Y se ha preparado un lugar; sí, aquel infierno horroroso de que he ha­blado, cuya fundación es el diablo. Por tanto, el estado final de las almas de los hombres es habitar en el reino de Dios, o ser arrojados de él, por razón de esa justicia a que me he referido.

Así que los malos quedarán separados de los justos y también de aquel árbol de la vida, cuyo fruto es el más precioso y el más apetecible de todos los frutos; sí, y es el más grande de todos los dones de Dios. Así es como hablé a mis hermanos. Amén. (1 Nefi 15:33-56)

El rey Benjamín advirtió a su gente la obligación de guardar los mandamientos del Señor:

En segundo lugar, él requiere que hagáis lo que os ha mandado, por lo que, haciéndolo, os bendice inmediatamente; y por tanto, os ha pagado. Y aún le sois deudores; y le sois y le seréis para siempre jamás; pues, ¿de qué tenéis que jactaros?

Y ahora pregunto: ¿Podéis decir algo por vosotros mismos? Os res­pondo: No. No podéis decir que sois aun como el polvo de la tierra; sin embargo, fuisteis creados del polvo de la tierra; pero he aquí, el polvo pertenece al que os creó.

Y ni yo, a quien vosotros llamáis vuestro rey, soy mejor que vosotros, porque soy polvo también. Y veis que he envejecido, y que estoy para entregar esta forma mortal a su madre tierra.

Por tanto, como os dije que os había Servido, obrando con una conciencia limpia delante de Dios, así os he hecho congregar hoy, a fin de hallarme sin culpa y para que no tenga que responder por vuestra sangre cuando esté ante Dios para ser juzgado por lo que me ha mandado concerniente a vosotros. (Mosíah 2:24-27, véase también 2 Nefi 28:22-23; Jacob 3:11 y 6:8-13; Mosíah 2:38-41; y Mormón 9:1-6)

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2 Responses to Enseñanzas del Libro de Mormón

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Gracias por tan importante altura Gracias bendiciones saludos

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  2. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Gracias por este bello mensaje Gracias excelente explicacion

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