No se turbe vuestro corazón

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En el Espíritu de Testimonio


El Deseret News del 10 de julio de 1956 publicó un boletín del Hospital SUD sobre la condición de una joven de dieciocho años que había sido llevada al hospital seis días antes, después de haber sobrevivido nueve días atrapada bajo un automóvil en Parley’s Canyon, cerca de Salt Lake City.

El boletín era, por una vez, optimista: “Los médicos tratantes en el Hospital SUD dijeron que la condición sanguínea de la joven ha mejorado tanto que probablemente ya no necesite más transfusiones. Su dieta ha sido aumentada para incluir papas, huevos y pudines. Ya no requiere alimentación intravenosa.”

Las lesiones que había sufrido en el accidente no eran en sí el factor más importante. Fue la falta de alimento y agua lo que redujo su cuerpo a tan precaria condición. Pasaron varios días antes de que los médicos albergaran alguna esperanza de su recuperación.

No es fácil ministrar a alguien tan desnutrido. No se trataba simplemente de poner comida frente a ella. El alimento debía administrarse con sumo cuidado, pues un delicado equilibrio podía alterarse y su vida estaba en peligro. Los médicos fueron extremadamente cuidadosos, ya que su propio tratamiento podía resultar fatal. Cuando se recuperó, aquello fue considerado poco menos que un milagro.

Así sucede con quienes nos rodean y están espiritualmente desnutridos o hambrientos. A ellos nos referimos como las ovejas perdidas. Somos llamados a ministrarles. Ellos son de toda clase y condición. Algunos padecen deficiencias de un tipo u otro que solo les roban el vigor espiritual. Otros se han privado tan seriamente de las cosas espirituales que apenas podemos esperar salvarlos.

El maestro orientador ministra a los desnutridos

La responsabilidad de redimir a las ovejas perdidas descansa en el sacerdocio. La tarea de hacerlo recae sobre el maestro orientador. Él es el representante del sacerdocio encargado de velar porque cada miembro de la Iglesia reciba la debida nutrición espiritual y no sufra necesidad física. Es él quien debe asegurarse de que los padres en el hogar estén conscientes de la necesidad de proporcionar suficiente sustento espiritual a sus hijos. Y es él quien puede vincular a todos los organismos de la Iglesia con el hogar, apelando a la mezcla justa de nutrición espiritual para sostener a los que están fuertes y sanar a los que están desnutridos.

Nos preguntamos por qué el programa de maestros orientadores no tiene más éxito del que tiene. Miembros que han sido instruidos una y otra vez, y que deberían saberlo, aún figuran entre las ovejas perdidas. Si hemos de redimirlos debemos saber qué clase de alimento darles, cuándo y en qué cantidades. No se trata simplemente de ponerlo frente a ellos.

¿Qué puede mejorar nuestra capacidad, como individuos o como organizaciones, para redimir a las ovejas perdidas? ¿Qué “vitamina” despierta el apetito por las cosas espirituales?

Los sentimientos deben involucrarse

En la edición de abril de 1964 de la Improvement Era apareció un artículo de Wilford B. Lee titulado “John está inactivo… ¿Por qué?” El autor señaló que el conocimiento no necesariamente controla la conducta. Así, muchos saben lo que deberían hacer, pero no lo hacen, aun después de recibir el estímulo de los maestros orientadores.

“Existe un gran cúmulo de evidencia —escribió el hermano Lee— que indica que, especialmente en la conducta moral, la gente no actúa de acuerdo con su conocimiento.” Y observó que difícilmente se podría encontrar una persona obesa que no sepa que, para bajar de peso, parte de lo que debe hacer es reducir su consumo de comida. ¿Puedes imaginarte a un médico que fuma cigarrillos y no sepa que fumar es perjudicial para su salud? ¿Has conocido un divorcio de padres en el que ambas partes no supieran plenamente que sus hijos sufrirían trágicas consecuencias? En tales casos, las personas saben lo que deben hacer, pero aun así no lo hacen.

En lo que respecta a la conducta recta, entonces, saber intelectualmente no basta. Los sentimientos deben involucrarse. Nefi les dijo a sus hermanos rebeldes —ovejas perdidas, si se quiere—: “Sois prestos para hacer iniquidad, mas lentos para recordar al Señor vuestro Dios. Habéis visto a un ángel, y os ha hablado; sí, habéis oído su voz de tiempo en tiempo; y os ha hablado con voz apacible, pero estabais endurecidos, de modo que no pudisteis sentir sus palabras” (1 Nefi 17:45, énfasis añadido).

Alma comprendió lo que redimiría a las ovejas perdidas. Él sabía cuál era el poder que mueve. En el octavo año del gobierno de los jueces estaba muy ocupado en asuntos seculares. Pero surgieron graves problemas en la Iglesia, notablemente similares a los que enfrentamos, y “la iglesia empezó a decaer en su progreso”. Una razón principal fue que “el pueblo de la iglesia empezó a envanecerse a causa de sus muchas riquezas, las cuales habían obtenido por su industria”.

Alma no era el único preocupado. También era motivo de inquietud para “los que Alma había ordenado como maestros, y sacerdotes, y élderes sobre la iglesia”. La bendición de la prosperidad se convirtió, de alguna manera, en “envidias, y contenciones, y malicias, y persecuciones, y soberbias”. Afortunadamente, entonces como ahora, algunos miembros permanecieron fieles, “humillándose y compartiendo de sus bienes con los pobres y necesitados, dando de comer al hambriento”.

Frente a esta situación en la Iglesia, Alma se retiró de los asuntos seculares. “Y esto lo hizo para poder ir entre su pueblo a predicarles la palabra de Dios, y despertarlos en memoria de su deber… viendo que no había otra manera de recobrarlos, sino exhortándolos con fuerte testimonio contra ellos” (Alma 4:6–7, 9–10, 13, 19).

El testimonio es el poder que mueve

El testimonio, entonces, es el poder que mueve. El testimonio es la fuerza redentora.

Los programas redimirán solo en la medida en que produzcan testimonio. Una programación elaborada no nos hará daño si el Espíritu está presente, ni nos ayudará si no lo está. Enviar a los maestros orientadores del sacerdocio a las ovejas perdidas como un programa no basta. Deben ir en el espíritu de testimonio.

Puesto que se necesita el testimonio, todos los que tienen cargos en la Iglesia deberían procurar alcanzarlo. Si sabemos desde el principio que eso es lo que intentamos lograr, podemos acercarnos más a conseguirlo. Pero debemos comprender que está ligado a las Escrituras: debemos depender del espíritu de revelación. Porque “no obstante todas aquellas cosas que están escritas, siempre les ha sido dado a los élderes de mi iglesia desde el principio, y siempre les será dado, conducir todas sus reuniones conforme los dirija y guíe el Espíritu Santo” (D. y C. 46:2).

A veces parece que no hacemos mucho mejor que nuestros antepasados, quienes sabían que el hierro era necesario para la salud, de modo que ponían una herradura en el cubo del pozo. Hay un camino mejor.

Existen dos dimensiones en el testimonio. Una, el testimonio que damos a otros, tiene el poder de elevarlos y bendecirlos. La otra, infinitamente más importante, es el testimonio que ellos mismos dan, el cual tiene el poder de redimirlos y exaltarlos. Se podría decir que pueden obtener un testimonio de lo que decimos. Pero el testimonio viene cuando ellos mismos expresan un testimonio de la verdad y el Espíritu Santo lo confirma en su corazón. Santiago dijo: “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores” (Santiago 1:22). Y el Señor declaró: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17).

Oportunidades para los débiles

Si ustedes, que ocupan posiciones en la Iglesia, desean redimir a las ovejas perdidas, asegúrense de que las “vitaminas” lleguen a quienes tienen deficiencias, y no únicamente a aquellos que ya se nutren de dietas regulares y equilibradas.

La actividad —la oportunidad de servir y de dar testimonio— es como medicina. Sanará a los espiritualmente enfermos. Fortalecerá a los espiritualmente débiles. Es un ingrediente sumamente necesario en la redención de las ovejas perdidas. Sin embargo, existe una tendencia, casi una tendencia programada, a dar oportunidades de crecimiento a quienes ya están saturados de actividad. Este tipo de patrón, evidente en nuestras estacas y barrios, puede dejar fuera a las ovejas perdidas.

Cuando un maestro orientador lleva a una oveja perdida a las reuniones, eso es solo el comienzo de que sea hallada. ¿Dónde puede usársele para su beneficio espiritual? En realidad, no hay muchos lugares en los que un líder pueda dar participación a alguien que está luchando por alcanzar la dignidad. Lamentablemente, parece que esas pocas situaciones en las que podríamos emplearlos —para ofrecer oraciones, dar breves respuestas, expresar un testimonio— casi invariablemente se reservan para los activos: la presidencia de estaca, el sumo consejo, el obispado, el patriarca, los líderes auxiliares. De hecho, a veces hacemos grandes esfuerzos por traer oradores e invitados, privando así de la oportunidad a nuestros hambrientos espirituales.

En una reunión sacramental de barrio a la que asistí recientemente, se invitó a cantar a una hermana cuyo esposo no era activo en la Iglesia. Él, sin embargo, estaba presente en la reunión. El obispo deseaba un programa muy especial para esa ocasión. Su primer anuncio fue: “El hermano X, mi primer consejero, dará la oración inicial.” Su segundo consejero ofreció la oración final.

Qué desafortunado, pensé. Los tres hombres del obispado luchan con tanta preocupación por los espiritualmente enfermos, y luego toman la misma medicina que podría sanar a esas personas —actividad, participación— y la consumen ellos mismos delante de los necesitados.

Algunos dirán: “Debemos ser cuidadosos con los débiles entre nosotros. Es mejor no pedirles que oren o den testimonio, porque se asustarán, se sentirán rechazados y nos dejarán.” ¡Eso es un mito! Comúnmente aceptado, sí, ¡pero un mito al fin!

He preguntado a obispos —cientos de ellos— si podían certificar que algo así hubiera sucedido en su experiencia personal. Muy pocos respondieron afirmativamente; de hecho, todos ellos produjeron solo uno o dos casos. Por lo tanto, el riesgo es muy pequeño, mientras que una invitación de esa naturaleza puede resultar en que una oveja perdida sea rescatada.

Hace algunos años visité una estaca presidida por un hombre de eficiencia y capacidad extraordinarias. Cada detalle de la conferencia de estaca había sido programado. Él había hecho lo habitual al asignar las oraciones al círculo selecto de la presidencia de estaca, el sumo consejo, los obispos y el patriarca de estaca. Como esos hermanos no habían sido notificados, cambiamos la asignación de los que merecían el honor a los que necesitaban —desesperadamente necesitaban— la experiencia.

El presidente tenía una agenda detallada para las sesiones generales, y mencionó que había veinte minutos en una sesión que no estaban programados. Le dije que podíamos pedir a algunos que respondieran, quienes de otro modo no tendrían la oportunidad y necesitaban la experiencia fortalecedora. Él replicó sugiriendo que advirtiera a varios líderes destacados para que se prepararan con posibles asignaciones para hablar. “Habrá muchos no miembros presentes,” dijo. “Estamos acostumbrados a tener una conferencia organizada y muy pulida. Tenemos personas muy capaces en la estaca. Ellos dejarán una excelente impresión.”

Dos veces más durante nuestra reunión mencionó el horario e insistió en que los “mejores exponentes” de la estaca fueran llamados. “¿Por qué no guardamos este tiempo para quienes más lo necesitan?” le dije. Su reacción fue decepcionada: “Bueno, usted es la Autoridad General.”

El domingo temprano en la mañana me recordó que aún había tiempo para advertir a alguien y así dejar la mejor impresión.

La sesión matutina fue abierta por el presidente con un discurso pulido e inspirador. Luego llamamos a su segundo consejero. Estaba evidentemente nervioso, y comenzó diciendo: “No pueden creer nada de lo que el hermano Packer dice.” (Le habíamos indicado previamente que ambos consejeros probablemente hablarían en la sesión de la tarde). Íbamos a ir a su casa para la comida del mediodía. Él sabía que tendría tiempo para repasar sus notas, así que las había dejado en casa.

Por falta de sus notas recurrió a dar testimonio, ofreciendo un relato inspirador de una administración que había realizado durante la semana. Un hermano, desahuciado por sus médicos, había sido llamado de las mismas sombras de la muerte por el poder del sacerdocio. No sé qué contenían sus notas, pero seguramente no podría compararse en inspiración con el testimonio que dio.

Una mujer anciana estaba sentada en la primera fila, tomada de la mano de un hombre de aspecto curtido. Ella parecía un poco fuera de lugar en medio de la congregación, vestida de manera más sencilla en comparación con la moda de los demás. Parecía como si debiera hablar en conferencia, y al concedérsele el privilegio relató su misión. Cincuenta y dos años antes había regresado del campo misional, y desde entonces nunca había sido invitada a hablar en la Iglesia. Fue un testimonio conmovedor y profundamente inspirador el que ella dio.

Otros también fueron llamados a hablar y, cerca del final de la reunión, el presidente sugirió que yo usara el tiempo restante. “¿Ha tenido alguna inspiración?” me preguntó. Él dijo que no podía dejar de pensar en el alcalde. (En aquella gran ciudad los votantes habían elegido como alcalde a un miembro de la Iglesia, y él estaba presente). Cuando le dije que podíamos recibir un saludo del alcalde, me susurró que aquel hombre no era activo en la Iglesia. Cuando le sugerí que lo llamara de todos modos, se resistió, afirmando rotundamente que no era digno de hablar en esa reunión. Sin embargo, a mi insistencia, lo llamó al estrado.

El padre del alcalde había sido pionero de la Iglesia en aquella región. Había servido como obispo de uno de los barrios, y lo había sucedido uno de sus hijos —gemelo del alcalde, según recuerdo. El alcalde era la oveja perdida.

Subió al púlpito y habló, para mi sorpresa, con amargura y hostilidad. Su discurso comenzó más o menos así: “No sé por qué me llamaron. No sé por qué estoy en la Iglesia hoy. No pertenezco a la Iglesia. Nunca he encajado. No estoy de acuerdo con la manera en que la Iglesia hace las cosas.”

Confieso que empecé a preocuparme, pero entonces hizo una pausa y bajó los ojos hacia el púlpito. Desde ese momento hasta que terminó su discurso, no volvió a levantar la mirada. Tras vacilar, continuó: “Supongo que lo mejor es que se los diga. Dejé de fumar hace seis semanas.” Luego, levantando el puño en un gesto por encima de su cabeza hacia la congregación, exclamó: “Si alguno de ustedes piensa que eso es fácil, es porque nunca ha sufrido el infierno que yo he sufrido en estas últimas semanas.”

Entonces se quebró. “Sé que el evangelio es verdadero,” dijo. “Siempre he sabido que es verdadero. Lo aprendí de mi madre cuando era niño. Sé que la Iglesia no está equivocada,” confesó. “El que está equivocado soy yo, y siempre lo he sabido también.”

Después habló, quizás, en nombre de todas las ovejas perdidas cuando suplicó: “Sé que soy yo quien está mal, y quiero regresar. He estado tratando de regresar, ¡pero ustedes no me lo permiten!”

Por supuesto que lo permitiríamos, pero de algún modo no se lo habíamos hecho saber. Después de la reunión, la congregación se agolpó, no hacia nosotros, sino hacia él, para decirle: “¡Bienvenido a casa!”

De camino al aeropuerto, después de la conferencia, el presidente de estaca me dijo: “Hoy he aprendido una lección.”

Con la esperanza de confirmarlo, le respondí: “Si hubiéramos hecho lo que usted quería, ¿habría llamado al padre de este hombre, verdad? O tal vez a su hermano, el obispo.”

Él asintió y dijo: “Cualquiera de ellos, en cinco minutos, habría dado un sermón elocuente de quince o veinte minutos, con la aprobación de todos los presentes. Pero ninguna oveja perdida habría sido rescatada.”

Todos los que dirigimos en los barrios y estacas debemos abrir la puerta a las ovejas perdidas; apartarnos para dejarles pasar. Debemos aprender a no bloquear la entrada. Es un camino estrecho. A veces adoptamos la torpe postura de intentar arrastrarlos por la puerta que nosotros mismos estamos obstruyendo. Solo cuando tenemos el espíritu de levantarlos, de empujarlos delante de nosotros, de verlos elevados por encima de nosotros, tenemos ese espíritu que engendra testimonio.

Me pregunto si eso es lo que quiso decir el Señor cuando declaró: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (Mateo 9:12).

No estoy pidiendo que se bajen los estándares. Todo lo contrario. Más ovejas perdidas responderán más rápido a estándares elevados que a estándares bajos. Hay un valor terapéutico en la disciplina espiritual.

La disciplina es una forma de amor, una expresión de él. Es necesaria y poderosa en la vida de las personas.

Cuando un niño pequeño juega cerca de la carretera, los conductores lo esquivan con cuidado. Pocos se detendrán para llevarlo a un lugar seguro o, si es necesario, disciplinarlo. Eso es, a menos que sea nuestro propio hijo o nieto. Si lo amamos lo suficiente, lo haremos. Negarse a disciplinar cuando ello contribuiría al crecimiento espiritual es evidencia de falta de amor y preocupación.

La disciplina espiritual enmarcada en amor y confirmada con testimonio ayudará a redimir almas.

Aprovechar la oportunidad de dar testimonio

Hay muchas situaciones en las que los programas de la Iglesia pueden espiritualizarse, muchos momentos que se pasan por alto y que son oportunidades para testificar. Permíteme dar tres ejemplos.

Primer ejemplo:
Supongamos que el comité ejecutivo del sacerdocio de estaca está en sesión. En otra sala del edificio se encuentran reunidas las oficiales de la Primaria de estaca. El presidente de estaca pide al hermano Ross, del sumo consejo, quien es consejero de la Primaria, que salga de la reunión y vea si la hermana Martin, la presidenta de la Primaria, ya tiene el nombre de la hermana a la que desea llamar como su nueva segunda consejera.

El hermano Ross interrumpe brevemente la reunión de la Primaria y obtiene el nombre. Está por salir del salón cuando la hermana Martin le dice: “¿Quisiera decir unas palabras a nuestras hermanas de la Primaria?”

Tan seguro como que estamos vivos, el hermano Ross responderá: “Oh, no, me esperan en la sala del sumo consejo. Tendrá que disculparme.” Y se marchará, perdiendo la oportunidad más valiosa de fortalecer a las hermanas de la Primaria en varias semanas.

¡Piensa cuán poderoso sería si dijera!: “Sí, con gusto, aunque debo ser breve. Primero, quiero agradecerles, hermanas, por el servicio dedicado y devoto que prestan. Queremos que sepan lo agradecidos que estamos y que el Señor está complacido con ustedes. Más importante aún, quiero asegurarles que la obra en la que estamos comprometidos es la obra del Señor. Él ama a Sus pequeños hijos. Él cuida de ellos y de quienes los ayudan, porque Él vive. Solo quiero dejarles ese testimonio. Ahora, si me disculpan, debo regresar.”

Treinta segundos: ¡un testimonio!

Segundo ejemplo:
Un maestro de la Escuela Dominical concluye una lección —quizás una en la que un miembro inquieto de la clase planteó preguntas difíciles:

“Hoy hemos tenido una lección desafiante. No hemos resuelto todos los asuntos que se plantearon, pero al concluir quiero que sepan que hay algo resuelto en mi corazón y en mi alma: el evangelio de Jesucristo es verdadero. Esta es Su Iglesia. Tal vez la próxima semana podamos acercarnos más a las respuestas que buscamos. Que el Señor los bendiga. Nos vemos el próximo domingo.”

Veinte segundos: ¡un testimonio!

Tercer ejemplo:
El obispo concluye una entrevista —quizás para firmar una recomendación, o cualquier otra entrevista:

“Hermano Parks, fue un placer conversar con usted. Quiero asegurarle que esta es la obra del Señor. Ese testimonio me llega una y otra vez mientras sirvo en este llamamiento. Gracias por venir esta noche.”

Diez segundos: ¡un testimonio!

El testimonio de los líderes de barrio, de estaca y generales de la Iglesia fortalece a todos los que están bajo su influencia. Quienes sirven en las organizaciones se fortalecen, y a su vez fortalecen a quienes asisten. Los poseedores del sacerdocio que salen como maestros orientadores se fortalecen, y ellos dan testimonio para fortalecer a los miembros. Los mismos maestros orientadores tienen sus propios maestros orientadores.

Así se crea un ciclo de fortaleza y de nutrición espiritual que puede hacer que cada uno de nosotros, como individuos, y la Iglesia, como organización, seamos como un imán, atrayendo a más ovejas perdidas al redil.

Se están utilizando nuevos medios de comunicación. Maravillosos y dedicados hombres, bajo llamamiento, están experimentando continuamente con medios nuevos y mejores para extender a toda la humanidad la influencia del testimonio dentro de la Iglesia. Al principio solo se nos podía escuchar en un salón. Luego esa voz se extendió por todo el mundo a través de la radio. Ahora podemos ser tanto escuchados como vistos en vivo por televisión. Espero que el día esté cerca en que el mensaje pueda ser oído, visto y sentido.

En nuestra programación debemos mantener la sensibilidad hacia quienes están necesitados. La mente se comunicará con la mente, el corazón con el corazón y el espíritu con el espíritu. Lo que nosotros sintamos, ellos lo sentirán. De alguna manera, el sentimiento debe mantenerse en nuestra obra o no redimiremos a las ovejas perdidas.

De algún modo, como líderes del sacerdocio y auxiliares, debemos recordar lo que es estar espiritualmente hambriento y pobre. De algún modo debemos recordar —o imaginar— lo que es estar sin arrepentimiento, en rebeldía y sin perdón. Debemos orar fervientemente para obtener sensibilidad hacia ello, y pedir el don de enseñar por el Espíritu.

Y queda el consuelo de que, al procurar servir al Señor sirviendo a ellos, otros que están tanto física como espiritualmente hambrientos puedan recibir sustento de lo que hacemos.

Que el Señor nos bendiga a todos con una apreciación por el privilegio de dar testimonio y con el deseo de compartirlo. Oro en el nombre de Jesucristo. Amén.


Discurso pronunciado en la reunión de la mesa directiva del sacerdocio el 19 de febrero de 1969

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