La Escuela Dominical
como instrumento misional
por el élder Gordon B. Hinckley
del Consejo de los Doce
Liahona Enero 1972
De entre todas las organizaciones auxiliares de la Iglesia, la Escuela Dominical es realmente única; tiene bajo su responsabilidad al conjunto de todos los miembros de la Iglesia; su plan de estudios cubre todos los aspectos del evangelio; cuenta con más asistencia que ninguna otra organización en la Iglesia, y ocupa la mejor hora del mejor día de la semana. Mucho ha sido el bien que ha hecho, pero también hay mucho más que debe hacerse. Si la Iglesia ha de ser fortalecida como debe, si el conocimiento del evangelio ha de aumentar entre sus miembros como debe, si la espiritualidad de nuestra gente ha de ser refinada como debe, entonces la Escuela Dominical tiene que ser aún más eficaz.
Se trata de una organización maravillosa que tiene en su poder la oportunidad de influir positivamente en la vida de muchos cientos de miles de personas dispersas en el mundo. Grande es la oportunidad; pero grandes también son los problemas y el desafío que ellos implican. Un día llegó a la oficina un hombre, en busca de folletos de la Iglesia, trayendo consigo una carta procedente de su hijo que se encontraba en la guerra. El hijo había escrito: «Tengo un amigo, a quien llevé a la pequeña Escuela Dominical que tenemos.
Este artículo fue adaptado de un discurso presentado en abril de 1971, durante la Conferencia de la Escuela Dominical llevada a cabo en Salt Lake City que está compuesta por unos tres o cuatro de nosotros. Los otros no saben mucho acerca de la Iglesia, lo cual también es un problema. Todo lo que sé sobre la Iglesia es lo poco que aprendí en la Escuela Dominical. ¿Podrías mandarme alguna literatura informativa?»
Es probable que ése sea el caso con la mayoría de nosotros. Lo que sabemos acerca de la Iglesia, es lo que aprendimos en la Escuela Dominical. Vivimos en unos tiempos en que la mente y el corazón del hombre se encuentran bajo las presiones de viles influencias. Richard M. Nixon, Presidente de los Estados Unidos, dijo hace un año: «El estudiante común de preparatoria ha dedicado en el momento de su graduación—más o menos a los dieciocho años de edad—once mil horas a los estudios y quince mil horas a mirar televisión,» a lo cual debo agregar que durante ese tiempo, ese estudiante ha dedicado menos de quinientas horas a recibir instrucciones en clases de la Escuela Dominical…
Con este tipo de confrontaciones, debería desarrollarse en cada oficial y maestro de la Escuela Dominical de la iglesia, la firme resolución de llevar a cabo un trabajo mejor. Tengo en mí oficina un dicho del gran poeta inglés Robert Browning que dice: «El alcance del hombre debe superar su esfuerzo mínimo”. Todos debemos «estirarnos» un poco más, para que nuestro alcance sea de beneficio para aquellos que no vienen y que pertenecen a la Iglesia, así como para aquellos que no vienen y que podrían pertenecer a la iglesia.
Recuerdo una conferencia de estaca, hace algunos años, llevada a cabo en una zona rural. En esa oportunidad pedí que todos aquellos que se hubieran unido a la Iglesia durante los últimos dieciocho meses, levantaran la mano; entre quienes lo hicieron, se encontraba un joven con su esposa y sus tres hijos. A este joven le dije: «Sé que tal vez esto no sea muy justo, pero quisiera pedirle que viniera al pulpito y dedicara diez minutos para decirnos cómo fue que se unió a la Iglesia y qué es lo que este hecho ha significado para usted.»
Entonces el joven pasó al frente y dijo: «Nos mudamos para esta zona porque yo vine a trabajar como ingeniero en la nueva planta recientemente edificada aquí en el desierto. Cuando llegamos decidimos que nos uniríamos a alguna iglesia.
Como consecuencia de que mi esposa trabajó en una ocasión para un mormón, habiendo quedado impresionada con él, decidimos probar primero en esta Iglesia; así fue que, muy tímidamente., vinimos un domingo por la mañana a este edificio. Al entrar, un hombre nos extendió la mano y dijo: ‘Buenos días, soy el hermano Fulano de Tal’ a lo cual yo respondí presentándome por mi nombre. Entonces él dijo: ‘No creo conocerlos. ¿Se han mudado aquí recientemente?’ ‘Sí.’ ‘¿De qué barrio vienen?’ Yo quedé confundido. Finalmente él se dio cuenta de que no éramos miembros de la Iglesia y dijo: ‘Pasen y siéntense; yo me sentaré con ustedes y les explicaré todo lo que pasa en la capilla.’ Y así fue. Y cuando llegó el momento de la separación de clases, él llevó a nuestros hijos a sus clases y los presentó al maestro, llevándonos luego a la clase de Doctrina del Evangelio. Nos sentamos en la última fila, donde pudiéramos pasar inadvertidos.
Al finalizar la Escuela Dominical, nuestro anfitrión dijo: ‘Tenemos otra reunión esta tarde; mi esposa y yo podemos pasar por su casa y traerlos con nosotros.’ A lo cual contesté que no habría necesidad, que podríamos venir por nuestros propios medios. Al llegar esa tarde a la capilla allí estaban él y su esposa para darnos la bienvenida y hacernos sentir cómodos, sacando una provechosa experiencia de la reunión. Fue entonces que descubrimos que habíamos encontrado algo importante. Pocas semanas más tarde nos bautizamos.»
A medida que el hombre hablaba delante de la congregación, sus ojos comenzaron a humedecerse y algunas lágrimas rodaron por sus mejillas cuando dijo: «Hace un mes fuimos a Salt Lake y entramos al Templo. No tengo palabras para decirles lo que esto ha significado para nosotros y nuestro hogar.»
Este hombre tiene ahora un hijo que está cumpliendo una misión, el pequeño que conoció a la Iglesia a través de la Escuela Dominical…
Si yo fuera un oficial de esta organización, trabajaría como nunca, para asegurarme de que en mí Escuela Dominical el espíritu de reverencia fuera tan impresionante, la enseñanza fuera tan estimulante, la música tan especia!, que cualquiera que llegara a la’ capilla un domingo por la mañana, se fuera con el deseo de regresar la semana siguiente. Cultivaría en mi cuerpo de oficiales y maestros el espíritu misionero, un ansioso deseo de alcanzar y traer a la actividad a aquellos que se encuentran en las sombras, y que constituyen como un cincuenta por ciento, o sea, un promedio de uno del lado de afuera por cada uno que está del lado de adentro. Le pediría a mis maestros que averiguaran con el secretario ejecutivo del barrio los nombres de los maestros orientadores de cada uno de esos miembros. Entonces, hablaría con los maestros orientadores para llevar a cabo un esfuerzo especial en favor de cada individuo, y si ellos no pudieran lograr lo necesario, les pediría la oportunidad de ayudarles. Al hablar con aquellos que se encuentran en las sombras no les rogaría que asistieran, sino que oraría por sabiduría para encontrar alguna clase de oportunidad para ofrecerle a cada uno. La gente no responde a los ruegos, sino a los desafíos. Y luego haría de cada miembro de mi clase, un misionero, para así traer a la Escuela Dominical a alguien que no estuviera familiarizado con la Iglesia. Hace un año quedé muy impresionado al oír hablar a una hermana durante la reunión de testimonios en una rama de América del Sur; hacía tres meses que se había convertido a la Iglesia; era una persona llena de dinámico entusiasmo con respecto a la Iglesia, hablando como alguien que hubiera tenido la clase de experiencia que Saulo de Tarso tuvo. Ella quería hacer algo, y en verdad lo estaba haciendo. Después de la reunión, hablé con el presidente de la misión acerca de esta hermana, y él me dijo: «Desde que se unió a la Iglesia hace tres meses, les ha dado trescientas referencias a los misioneros, de las cuales sesenta y siete personas fueron bautizadas, en tan corto período. Ella les ayudó a estas personas acompañándolas para venir a la Escuela Dominical, la reunión sacramental y la AMM.»
Si yo fuera maestro de la Escuela Dominical, me arrodillaría y pediría al Señor la inspiración, dirección y la ayuda necesaria en esta gran obra. Me esforzaría de tal forma para mejorar mis habilidades de enseñanza así como el espíritu de la misma, que despertaría en los alumnos el deseo de volver a mis clases. Nunca olvidaría los sabios consejos de las escrituras: Primero, «Sé humilde; y el Señor tu Dios te llevará de la mano y contestará tus oraciones» (Doc. y Con. 112:10). Y segundo, ese gran mandamiento y promesa, relacionado al tema al cual nos estamos refiriendo: «Enseñaos diligentemente, y mi gracia os atenderá. . . (Doc. y Con. 88:78).
Hay más de 1900 ramas en las misiones de la Iglesia, de las cuales creo que, tal vez con muy pocas excepciones, cada una de ellas haya comenzado en forma de Escuela Dominical. De estos humildes comienzos se desarrollaron fuertes ramas, poderosos distritos, grandes y fructíferas misiones, y prósperas estacas de Sión. La pequeña Escuela Dominical de rama es para la Iglesia lo que el brote es para él pimpollo y luego para la fruta madura. La Escuela Dominical constituye el lugar de reunión más natural de la Iglesia al cual llevar a un investigador del evangelio.
Jamás se pueden prever las consecuencias de lo que hacemos, cuando comenzamos este proceso de trabajo misional. El presidente Charles A. Callis1 relata lo siguiente: «Cuando yo era Presidente de la Misión de los Estados del Sur de los Estados Unidos, vino a mi oficina un joven que ya había completado sus dos años de misión y estaba a punto de irse a su casa. En esta última entrevista antes de su partida, le pregunté: ‘¿Qué ha logrado usted?’ A lo cual él contestó: ‘Presidente Callis, no he logrado nada. He desperdiciado mi tiempo y el dinero de mis padres, y ahora ya me voy para casa/ Entonces le pregunté ‘¿No ha tenido ni siquiera un solo bautismo?’ a lo cual respondió: ‘Sí, tuve uno; bauticé a un hombre en una zona boscosa donde teníamos solamente una pequeña Escuela Dominical, un hombre que ni siquiera sabe usar zapatos.'» El presidente Callis dijo: «Me intrigó el sentimiento de fracaso de este joven. Más tarde cuando visité ese distrito, traté de localizar al hombre que este joven misionero había bautizado. Al encontrarlo, pude enterarme de que había empezado a usar zapatos, que se había puesto una buena camisa y hasta usaba corbata; era secretario de la Escuela Dominical de la pequeña rama. Más tarde se convirtió en superintendente; fue ordenado diácono, después maestro, luego presbítero, y más tarde, élder. Llegó incluso a ser presidente de la rama. Más tarde se mudó de la pequeña granja en la cual había vivido toda su vida al igual que su padre, y compró un buen pedazo de tierra que clareó y limpió e hizo fructificar. Allí se convirtió en presidente del distrito. Después vendió la granja y se fue al estado de Idaho, donde desarrolló un establecimiento agrícola en el valle del río Snake. Sus muchachos crecieron y cumplieron misiones, y ahora aun sus nietos han cumplido misiones.»
Continúa el presidente Callis diciendo: «Estuve en Idaho la semana pasada llevando a cabo una encuesta, lo cual me permitió descubrir que, como resultado de ese bautismo llevado a cabo por el joven misionero que pensaba que había fracasado en su misión, más de mil cíen personas se han convertido a la Iglesia.»
El Señor ha declarado: «Por tanto, no os canséis de hacer lo bueno, porque estáis poniendo los cimientos de una obra grande. Y de las cosas pequeñas nacen las grandes.
He aquí, el Señor requiere el corazón y una mente obediente. . .» (Doc. y Con. 64:33-34).
El desafío de esta gran organización es entonces convertirse en una herramienta eficaz y persuasiva para traer a las personas que se encuentran en las sombras, que caminan en la miseria, la desgracia y el pesar; para traer a la Iglesia donde podrán disfrutar de bendiciones eternas, a todos aquellos que en la actualidad no conocen su doctrina de salvación.
- Callis, Charles A., ex-miembro del Consejo de los Doce, 1865-1947.
























