Cómo Encontrar la Luz en un Mundo Tenebroso

Cómo Encontrar la Luz en un Mundo Tenebroso

James E. Faust
1995


Este libro enseña, con ejemplos sencillos y principios profundos, cómo resistir las voces del mundo y mantener la fe en Jesucristo. Su mensaje central es que la verdadera fortaleza espiritual se encuentra en tres pilares: la gratitud, la familia y el sacerdocio.

Invita a cultivar un corazón agradecido y a ver en el hogar un refugio de paz frente a la violencia y confusión de la sociedad moderna. Subraya la necesidad de que los padres eduquen a los hijos “en luz y verdad”, con disciplina amorosa y coherencia moral. Para los jóvenes, recuerda que deben aprender a distinguir la voz apacible del Espíritu entre la multitud de voces que el mundo ofrece.

El libro resalta también la importancia de santificar el día del Señor, de magnificar el sacerdocio con humildad y caridad, y de honrar los convenios eternos, especialmente el matrimonio y el poder sellador que une a las familias por toda la eternidad.

Con relatos personales —como la historia del corderito perdido en su niñez—, el autor ilustra lo que significa ser un buen pastor: cuidar de cada alma con fidelidad, amor y responsabilidad.

En conclusión, el libro es una invitación a todos los santos a permanecer unidos, fortalecer el hogar, escuchar la voz del Espíritu y vivir dignamente los convenios del sacerdocio, con la promesa de que esas bendiciones pueden sanar la sociedad y asegurar la vida eterna en familia.

Prefacio
Capítulo 1“Las Marcas de los Clavos en Sus Manos”
Capítulo 2“Fiador de un Mejor Convenio”
Capítulo 3Una Corona de Espinas, una Corona de Gloria
Capítulo 4“Él Sana a los Quebrantados de Corazón”
Capítulo 5Hijos de Cristo, Herederos del Reino de Dios
Capítulo 6Cinco Panes y Dos Peces
Capítulo 7Un Legado de Fe
Capítulo 8Una Nueva Religión Civil
Capítulo 9Cómo Encontrar la Luz en un Mundo Tenebroso
Capítulo 10El Corazón Agradecido
Capítulo 11Miles de Puntos de Amor
Capítulo 12Jóvenes, Escuchen la Voz del Espíritu
Capítulo 13Santificar el Día del Señor
Capítulo 14Magnificar el Sacerdocio
Capítulo 15Los Poseedores del Sacerdocio Son Pastores
Capítulo 16Padres, Madres, Matrimonio
Capítulo 17Padres, Madres, Matrimonio

A mi amada esposa Ruth, en reconocimiento por más de cincuenta años de cariñoso apoyo. Sus regias cualidades y sublimes talentos maternos han traído inmensa alegría a mí y a nuestra familia.


Prefacio


Desde que me convertí en Autoridad General, en 1972, he tenido la oportunidad de conocer a santos de los últimos días en muchos países. Al hacerlo, he observado incontables maneras en que los miembros fieles de la Iglesia se esfuerzan por buscar la luz en este mundo cada vez más tenebroso. Las personas buenas de todas partes leen las Escrituras, estudian el evangelio, enseñan a otros y crían a su propia familia, muchas veces sin recibir atención ni reconocimiento por su servicio, mientras iluminan la vida de quienes las rodean.

En este libro —una recopilación de algunos de mis recientes discursos pronunciados en conferencias generales y otros mensajes revisados para beneficio del lector— he procurado definir la luz del evangelio y sugerir maneras en que podemos buscar esa luz.

Las revelaciones antiguas y modernas proclaman que Jesucristo es la luz del mundo. Por esa razón, la primera sección de este libro se centra en nuestra necesidad de edificar un testimonio más fuerte de nuestro Salvador Jesucristo, “la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene al mundo” (Juan 1:9).

La segunda sección del libro muestra diversas formas en que nosotros, como santos de los últimos días, podemos ser un ejemplo para quienes nos rodean y así irradiar la luz del evangelio: honrando el legado de quienes nos precedieron, realizando actos de servicio, defendiendo la verdad en nuestra comunidad y en nuestro país, y siguiendo el ejemplo de nuestro Salvador en las cosas grandes y pequeñas.

La última sección de este libro aborda la responsabilidad de los padres de “criar a los hijos en luz y verdad (…) según los mandamientos” (D. y C. 93:40, 42). Tengo la firme convicción de que no existe esfuerzo humano más importante. Puesto que cada miembro de la familia tiene la oportunidad de buscar la luz del evangelio procurando vivir rectamente, dediqué algunos capítulos al análisis específico de los deberes y desafíos de los jóvenes, de los poseedores del sacerdocio, de las madres y de los padres. Y como la santificación del día del Señor es un deber de la familia, uno de los capítulos trata sobre este tema importante y sagrado.

Esperamos que en estas páginas el lector encuentre mensajes que fortalezcan su determinación, edifiquen su testimonio y lo motiven a realizar buenas obras. Que el Señor lo bendiga en sus esfuerzos por vivir de tal manera que sea digno de la promesa que Él hizo:

“Y si vuestros ojos están puestos en mi gloria, todo vuestro cuerpo se llenará de luz, y no habrá tinieblas en vosotros; y el cuerpo que está lleno de luz comprende todas las cosas” (D. y C. 88:67).


PARTE UNO

Jesucristo, Nuestro Salvador


CAPÍTULO UNO

“Las Marcas de los Clavos en Sus Manos”


IMAGINEN CONMIGO que vamos a encontrarnos con el Salvador del mundo. Imaginen también que estamos entre los nefitas reunidos alrededor del templo, en la tierra de Abundancia, en el continente americano, poco después de la crucifixión del Salvador en Jerusalén. Imaginen que hemos presenciado las señales de Su muerte y, mientras conversábamos unos con otros acerca de esas cosas, oímos “una voz como si viniese del cielo”, la cual no logramos entender, aunque no [era una voz áspera ni fuerte; sin embargo, (…) [penetró] hasta lo más íntimo de nuestra alma”, de modo que no había parte de nuestro cuerpo que no temblase, y nos hacía “arder el corazón”. (3 Nefi 11:3) Oímos la voz por segunda vez y “no la comprendimos”. (versículo 4)

La tercera vez, levantamos los ojos hacia arriba, hacia donde provenía el sonido. Esta vez, logramos “[comprender] la voz, que decía: ‘He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco y en quien he glorificado mi nombre; a Él oíd’.” (versículos 6–7) Y cuando volvimos los ojos al cielo, vimos “a un Hombre que descendía del cielo”. Estaba “vestido con una túnica blanca”. Descendió y se colocó en medio de nosotros. (versículo 8) Nos llenamos de temor. Muchos de nosotros pensamos que era un ángel que se nos había aparecido. Pero Él extendió Su mano y dijo: “He aquí, yo soy Jesucristo, cuya venida al mundo fue testificada por los profetas.” (versículo 10) Y prosiguió diciendo: “Y he aquí, yo soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa que el Padre me dio, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo; en lo cual me he sometido a la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio.” (versículo 11)

Al oír estas palabras, caímos por tierra, porque recordamos que había sido profetizado que Cristo se nos aparecería después de haber ascendido al cielo. Sin embargo, necesitamos estar seguros. Entre nosotros han existido muchos falsos Cristos. ¿Cómo podemos saberlo? Recordamos las Escrituras que relatan el modo en que sería crucificado, y Él nos invita a acercarnos a Él “para que metáis vuestras manos en mi costado, y también palpéis las marcas de los clavos en mis manos y en mis pies, a fin de que sepáis que yo soy el Dios de Israel y el Dios de toda la tierra, y he sido muerto por los pecados del mundo.” (versículo 14)

Al principio dudamos en hacer lo que Él nos dice. Es algo muy personal, muy delicado, tocar el cuerpo de otra persona solo para saciar nuestra curiosidad. Las personas van formando una fila. Al final, la necesidad de saber nos vence, y también la certeza de que no es mera curiosidad, sino algo que debemos confirmar. ¿Será este Hombre realmente el Cristo, Jesús de Nazaret, que recibió estas marcas que ahora nos muestra tras haber sido crucificado en Jerusalén?

Nos sentimos profundamente conmovidos. El corazón late con fuerza en el pecho. ¿Será posible que este sea el Hijo de Dios, el Gobernante del mundo? La fila en la que estamos avanza y nos acercamos a Él. Tal como fuimos invitados a hacerlo, somos de los que meten la mano en Su costado y tocan las marcas de los clavos en Sus manos y Sus pies. Nos adelantamos “uno por uno” y, de esta manera, llegamos a saber “con toda certeza” que Él es “aquel de quien escribieron los profetas que había de venir.” (versículo 15) Toda duda desaparece.

Habiendo dado este testimonio por nosotros mismos, ¿cómo deberíamos expresarnos? Nos sentimos tan humildes que nos vemos impulsados a exclamar: “¡Hosanna!” Hosanna en hebreo significa “sálvanos, por favor”. Decimos entonces: “¡Bendito sea el nombre del Dios Altísimo!”, y nos postramos a los pies de Jesús y lo adoramos. (versículo 17)

Uno de nosotros es llamado de en medio de la multitud para acercarse al Salvador. Su nombre es Nefi. Nos quedamos imaginando cómo lo saludará. ¿Le estrechará la mano? ¿Se inclinará en reverencia? ¿Cuál sería la manera más adecuada? Observamos con atención. “Y Nefi se levantó, y adelantándose, se inclinó ante el Señor y le besó los pies.” (versículo 19) El Señor manda que Nefi se levante y le concede poder para bautizar. Luego, Cristo instruye a Nefi y a los otros a quienes dio el poder de bautizar respecto a la manera de realizar esta ordenanza:

“Y he aquí, estas son las palabras que habréis de decir, llamándolos por su nombre: Teniendo autoridad que me ha sido dada por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.” (versículos 24–25)

Escuchamos entonces al Salvador instruir a Nefi y a los demás, diciendo que después de la oración bautismal, la persona que es bautizada debe ser sumergida en el agua. Queremos ansiosamente oír más de Su mensaje. ¿Qué nos enseñará? Él nos asegura que esta es Su doctrina, y que si edificamos sobre ella, edificaremos sobre la roca, y nuestra vida y nuestro hogar serán tan fuertes que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ellos.” (versículo 39) ¡Qué grandiosa promesa! Estamos deseosos de escuchar más.

Él comienza a enseñarnos. Pronto escuchamos que la doctrina de Cristo no es una doctrina fácil. Explica que seremos juzgados en parte por la intención de nuestro corazón. En gran medida, seremos juzgados no solo por lo que hemos hecho, sino por lo que debimos haber hecho en una situación determinada. Eso nos toca profundamente. Es algo completamente nuevo para nosotros. Esta nueva doctrina exige la reconciliación de diferencias antes de acercarnos al Señor para pedirle Su divina providencia:

“Ve a tu hermano y reconcíliate primero con tu hermano; y luego ven a mí con propósito firme de corazón, y yo te recibiré.” (3 Nefi 12:24)

Sigue entonces otra parte de la difícil doctrina de Jesús:

“Y he aquí, está escrito: Ojo por ojo y diente por diente;
Mas yo os digo que no resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra;
Y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa;
Y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. (…)
Y he aquí, también está escrito: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo;
Mas yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y os persiguen.” (versículos 38–41, 43–44)

Al principio no tenemos la sabiduría suficiente para entender lo que el Salvador intenta enseñarnos. Luego comprendemos que Él nos está desafiando y buscando elevarnos a un nivel más alto de devoción.

Oímos entonces la doctrina más difícil de todas:

“Las cosas viejas han pasado, y todas las cosas se han hecho nuevas.
Por tanto, quisiera que fueseis perfectos, así como yo, o como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” (versículos 47–48)

Esa es, en verdad, una doctrina difícil. Aun así, intentaremos vivirla, porque nuestro corazón ha sido transformado, como el de los nefitas que vieron al Cristo resucitado y cuyos descendientes, hasta doscientos años más tarde, vivieron de tal manera que “no había contiendas en la tierra, a causa del amor a Dios que moraba en el corazón del pueblo.” (4 Nefi 1:15; ver también versículo 22).

Termino con mi testimonio personal. Doy solemne testimonio de que Jesucristo nació de María, habiendo sido concebido por Dios, siendo verdaderamente el Hijo de Dios. Creo que realmente nació en un pesebre y fue criado en el hogar de José, aprendiendo el oficio de carpintero con su padrastro. Creo que vivió entre los hijos del Padre Celestial y les enseñó el plan de verdad y salvación, que les permitirá gozar de la vida en Su presencia, si son obedientes.

Creo que después de concluir Su ministerio terrenal, efectuó nuestra expiación mediante un inmenso sacrificio personal y sufrimiento de Su parte. Creo que Su resurrección ocurrió, y que Él se levantó del sepulcro con el mismo cuerpo con el que fue sepultado. Creo que Él fue y es nuestro intercesor y abogado ante el Padre, y que gracias a Él toda la humanidad tendrá una existencia eterna, pero solo los obedientes y fieles serán exaltados en Su reino.

Creo que en estos últimos días, por medio de Él, hubo una restauración del santo sacerdocio según el orden del Hijo de Dios, con sus llaves y autoridad, llevada a cabo por medio de José Smith. Creo que esas mismas llaves y autoridad fueron transmitidas a los presidentes de la Iglesia y se hallan en la tierra, siendo que el presidente Gordon B. Hinckley las posee actualmente.

Doy solemne testimonio de que el propósito de Dios para el hombre fue declarado por Moisés: “Porque he aquí, esta es mi obra y mi gloria: llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre.” (Moisés 1:39)

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