Cómo Encontrar la Luz en un Mundo Tenebroso

CAPÍTULO DIEZ

El Corazón Agradecido


Dijo el Señor: “Y en nada ofende el hombre a Dios, ni contra nadie está encendida su ira, sino contra los que no confiesan su mano en todas las cosas y no obedecen a sus mandamientos.” (D. y C. 59:21) Esa escritura me deja claro que ser agradecido al Señor “en todas las cosas” (D. y C. 59:7) es más que una cortesía social; es un mandamiento obligatorio.

Una de las ventajas de vivir mucho tiempo es que podemos recordar tiempos peores. Estoy agradecido de haber vivido lo suficiente para conocer algunas bendiciones de la adversidad. Mi memoria se remonta a los tiempos de la Gran Depresión, cuando ciertos valores quedaron grabados en nuestra alma. Uno de esos fue la gratitud por lo que teníamos, porque era tan poco. La Gran Depresión de los Estados Unidos, a comienzos de la década de 1930, fue un maestro terrible. Tuvimos que aprender a vivir de modo precavido para sobrevivir. En lugar de suscitar en nosotros un espíritu de envidia o ira por lo que no teníamos, creó en muchos un espíritu de gratitud por las escasas y sencillas cosas con las que éramos bendecidos, como pan casero recién horneado, avena cocida y otras cosas semejantes.

Como otro ejemplo, recuerdo a mi querida abuela, Mary Caroline Roper Finlinson, fabricando jabón casero en la granja. Su receta incluía grasa animal derretida, una pequeña porción de soda como solvente y cenizas de leña como abrasivo. El jabón tenía un olor muy fuerte y era casi tan duro como la piedra. No había dinero para comprar jabón suave y perfumado. En la granja siempre había mucha ropa sucia de tierra y sudor para lavar, y muchos cuerpos desesperadamente necesitados de un buen baño el sábado por la noche. Al bañarnos con ese jabón casero quedábamos maravillosamente limpios, pero oliendo peor que antes del baño. Como ahora uso más jabón que cuando era niño, siento un profundo aprecio diario por los jabones suaves y perfumados.

Uno de los males de nuestra época es que consideramos naturales tantas de las cosas que disfrutamos. El Señor dijo: “¿Pues de qué aprovecha al hombre que se le confiera un don y no lo reciba?” (DyC 88:33). El apóstol Pablo describió nuestros días a Timoteo, diciéndole que en los postreros días habría “hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a padres y madres, ingratos, impíos” (2 Timoteo 3:2). Estos pecados siempre andan juntos, y la ingratitud nos hace susceptibles a todos ellos.

El caso del samaritano agradecido tiene un gran significado. Pasando por Samaria y Galilea, el Salvador entró en “cierta aldea [y] le salieron al encuentro diez hombres leprosos” que “alzaron la voz, diciendo: Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros”. Jesús les ordenó que se presentaran a los sacerdotes.

“Y aconteció que, mientras iban, fueron limpiados.
Entonces uno de ellos, al ver que había sido sanado, volvió glorificando a Dios a gran voz;
y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias; y éste era samaritano.
Respondiendo Jesús, dijo: ¿No fueron diez los limpiados? Y los nueve, ¿dónde están?
¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?
Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado.”
(Lucas 17:12–19)

La lepra era una enfermedad tan terrible que, por ley, no se permitía que las personas contaminadas se acercaran a Jesús. Los que sufrían de ese terrible mal estaban obligados a permanecer juntos, compartiendo su miseria común (véase Levítico 13:45–46). Su desesperado ruego: “Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros” debe haber conmovido el corazón del Salvador. Cuando fueron curados y recibieron la aprobación de los sacerdotes, quienes les declararon limpios y nuevamente aceptados en la sociedad, deben haberse llenado de gozo y asombro. Habiendo sido objeto de tan grande milagro, parece que quedaron totalmente satisfechos, olvidándose de su bienhechor.

Es difícil comprender cómo pudieron ser tan ingratos. Tal ingratitud es egocéntrica. Es una forma de orgullo. ¿Por qué es importante notar que el único que volvió a dar gracias fue un samaritano? Como en la parábola del buen samaritano, el punto parece ser que las personas de condición social o económica más humilde, muchas veces, poseen un mayor sentido del deber y de la nobleza.

Además de la gratitud personal como principio salvador, quisiera expresar el sentimiento de gratitud que debemos tener por las muchas bendiciones que recibimos.

Aquellos que ingresaron en la Iglesia en esta generación se han convertido en compañeros de muchas personas que poseen un gran legado de sufrimiento y sacrificio. Tal sacrificio se convierte también en el legado de todos ustedes, pues es la herencia de un pueblo que tiene faltas e imperfecciones, pero que posee una gran nobleza de propósito. Ese propósito es ayudar a todos los hombres a adquirir una tranquila y reconfortante certeza de quiénes son en realidad, y promover el amor al prójimo, así como la determinación de guardar los mandamientos de Dios. Ese es el santo llamamiento del evangelio. Es la esencia de nuestra adoración.

Sin duda, necesitamos estar informados de los acontecimientos del mundo. Pero la comunicación moderna trae a nuestro hogar un estruendoso torrente de violencia y miseria de la raza humana, en todo el mundo. Llega un momento en que necesitamos encontrar alguna tranquila renovación espiritual.

Reconozco, con mucha gratitud, la paz y la satisfacción que podemos hallar personalmente en el capullo espiritual de nuestro hogar, en nuestras reuniones sacramentales y en nuestros sagrados templos. En esos ambientes pacíficos, nuestra alma reposa. Tenemos la sensación de estar de vuelta en casa.

Hace algún tiempo, estuvimos en el reino de Tonga. El presidente Muti organizó una noche de hogar con música y mensajes hablados, en la sede de la estaca. Esa noche de hogar era en honor a Su Majestad el Rey Tupo IV, el monarca reinante de Tonga. El rey, su hija y sus nietas asistieron amablemente, así como muchos de los nobles y representantes diplomáticos en Tonga. Nuestros miembros presentaron un excelente programa de canto y poesía. Una de las nietas del rey cantó una canción titulada “Cómo amo a mi abuelo”. El élder John Sonnenberg y yo fuimos invitados a hablar brevemente, lo cual hicimos con gusto.

Al terminar el programa, el rey, ignorando el acostumbrado protocolo real, vino a saludarnos a mi esposa y a mí, como muestra de aprecio por el desempeño de sus súbditos que son miembros de la Iglesia. Me vino a la mente el pensamiento de que, aunque el protocolo social se observe en muchos lugares, la expresión de bondad es universalmente adecuada.

Parece que existe como una especie de tira y afloja entre los rasgos de carácter opuestos, que no deja vacíos en nuestra alma. Cuando no hay gratitud, o esta desaparece, muchas veces la rebeldía llena el vacío. No hablo de rebelión contra la opresión civil. Me refiero a la rebelión contra la pureza moral, la belleza, la decencia, la honestidad, la reverencia y el respeto por la autoridad de los padres.

Un corazón agradecido es el principio de la grandeza, es una expresión de humildad. Es el cimiento para el desarrollo de virtudes como la oración, la fe, el valor, la satisfacción, la felicidad, el amor y el bienestar.

Pero existe una verdad asociada a todo tipo de cualidad humana: “Úsala o piérdela”. Cuando no se usan, los músculos se debilitan, las aptitudes se deterioran y la fe desaparece. El presidente Thomas S. Monson dice: “Recuerda dar gracias. Esas tres palabras son el mejor minicurso para un matrimonio feliz, una fórmula para la amistad duradera y un patrón para la felicidad personal”. Dice el Señor: “Y el que reciba todas las cosas con gratitud será glorificado; y las cosas de esta tierra le serán añadidas, aun multiplicadas cien veces, sí, más” (DyC 78:19).

Estoy agradecido por las personas en la tierra que aman y aprecian a los niños pequeños. El año pasado me encontraba, tarde en la noche, en un vuelo repleto de pasajeros, de la Ciudad de México a Culiacán. Los asientos del avión eran estrechos, todos los lugares estaban ocupados, principalmente por amables mexicanos. Por todas partes, en el interior del avión, había paquetes y equipaje de mano, de todos los tamaños.

En ese momento entró al avión una joven madre con cuatro niños pequeños; la mayor parecía tener cuatro años y la menor era recién nacida. Además intentaba arreglárselas con una bolsa de pañales, un cochecito de bebé y algunas maletas. Los niños estaban cansados, lloriqueando y alborotados. Cuando encontró los asientos en el avión, los pasajeros vecinos, tanto hombres como mujeres, se precipitaron literalmente en su ayuda. Pronto los niños estaban siendo cariñosamente atendidos y bondadosamente consolados por los pasajeros, pasando de brazo en brazo por todo el avión.

El resultado fue un avión lleno de niñeras. Los niños se acomodaron en los brazos que los acariciaban y poco después estaban dormidos. Lo más notable fue que algunos hombres, evidentemente padres y abuelos, tomaron con ternura y acariciaron al bebé recién nacido sin ninguna señal de falso orgullo masculino. La madre no tuvo que cuidar de los niños durante la mayor parte del vuelo.

Lo único que no me gustó fue que ¡nadie me pasó al bebé! Aprendí nuevamente que la estima, la consideración y la bondad hacia los niños pequeños son una expresión del amor que el Salvador les tiene.

¿Cómo podremos pagar nuestra deuda de gratitud por el legado de fe que nos dejaron los pioneros de muchas tierras del mundo, habiéndose esforzado y sacrificado tanto para que el evangelio echara raíces? ¿Cómo expresar gratitud por los intrépidos pioneros de los carritos de mano que, con su propia fuerza bruta, llevaron sus escasas pertenencias a través de las tórridas llanuras y por la nieve de los altos desfiladeros de las montañas para escapar de la persecución y adorar en paz en estos valles? ¿Cómo pueden los descendientes de las compañías Martin y Willie y de otras pagar la deuda de gratitud por la fe de sus antepasados?

Una de esas almas intrépidas fue Emma Batchelor, una joven inglesa que viajaba sin su familia. Partió con la compañía Willie de carritos de mano, pero cuando llegaron al Fuerte Laramie, recibieron órdenes de aligerar la carga. Emma tendría que dejar atrás el caldero de cobre en el cual llevaba todas sus pertenencias.

Negándose a hacerlo, se sentó a la orilla del camino dentro del caldero. Sabía que la compañía Martin pasaría por allí algunos días más tarde. Aunque había tenido el privilegio de partir con la compañía Willie, cuando la compañía Martin llegó, se unió a la familia de Paul Gourley.

Uno de los jóvenes hijos de la familia Gourley escribió años después: “Allí se nos unió la hermana Emma Batchelor. Nos alegramos de tenerla con nosotros, pues era joven y fuerte, y significaba más harina de trigo para nuestra ración”. Fue allí donde la hermana Gourley dio a luz un hijo, y Emma hizo las veces de partera, colocó a la madre y al hijo en el carrito durante dos días y ayudó a tirarlo.

Las personas de la compañía Martin que murieron fueron misericordiosamente libradas del sufrimiento enfrentado por otros, que quedaron con los pies, las orejas, la nariz o los dedos congelados, resultando mutilados para el resto de su vida. Emma, entonces de veintiún años, fue una de las afortunadas. Pasó por la prueba sin secuelas.

Un año más tarde conoció a Brigham Young, quien se sorprendió al ver que no había quedado mutilada, y ella le dijo: “Hermano Brigham, yo no tenía a nadie que cuidara de mí ni que se preocupara por mí, así que decidí cuidarme yo misma. Fui una de las que se quejó cuando el hermano Savage nos advirtió [que no fuéramos]. Estaba equivocada, pero traté de compensar mi error. Hice mi parte, empujando el carrito todos los días. Cuando llegábamos a un río, me detenía, me quitaba los zapatos, las medias y la sobrefalda, y ponía todo encima del carrito. Después de pasar el carrito, volvía y cargaba al pequeño Paul en la espalda hasta la otra orilla. Luego me sentaba y me frotaba fuertemente los pies con mi bufanda de lana, y me calzaba las medias y los zapatos secos”.

Los descendientes de esos pioneros podrán pagar parcialmente la deuda siendo fieles a la causa por la cual sus antepasados tanto sufrieron.

Como sucede con todos los mandamientos, la gratitud es la descripción de un estilo de vida exitoso. El corazón agradecido nos abre los ojos a la inmensidad de bendiciones que nos rodean continuamente. El presidente J. Reuben Clark dijo: “Aférrense a las bendiciones que Dios les ha provisto. Su tarea no es obtenerlas, ellas ya están aquí; su parte es apreciarlas”. Espero que cultivemos un corazón agradecido para valorar la inmensidad de bendiciones que Dios tan bondadosamente nos ha concedido. Expresemos abiertamente esa gratitud al Padre Celestial y a nuestros semejantes.

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