CAPÍTULO CATORCE
Magnificar el Sacerdocio
El propósito de la obra del Señor es “llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39). En diversas ocasiones, desde los días de Adán, Dios concedió el sacerdocio al hombre para llevar a cabo el gran plan de salvación para toda la humanidad. Por medio de la fidelidad, las bendiciones trascendentales de la vida eterna emanan de la autoridad de ese sacerdocio.
Para que esas bendiciones del sacerdocio florezcan, existe una constante necesidad de unidad en el sacerdocio. Es preciso que seamos fieles a los líderes que han sido llamados para presidirnos y portar las llaves del sacerdocio. Las palabras del presidente J. Reuben Clark Jr. todavía resuenan en nuestros oídos: “Hermanos, estemos unidos”. Él explicó: “Una parte esencial de la unidad es la lealtad (…). La lealtad es una cualidad bastante difícil de poseer. Exige la capacidad de abandonar el egoísmo, la codicia, la ambición y todas las cualidades inferiores de la mente humana. No se puede ser leal a menos que uno esté dispuesto a entregarse. (…) Las preferencias y deseos personales deben dejarse de lado, y es preciso tener en vista únicamente el grandioso propósito que está por delante”.
¿Cuál es la naturaleza del sacerdocio? El presidente Brigham Young dijo que el sacerdocio “es la ley por la cual los mundos existen, existieron y continuarán existiendo por toda la eternidad. Es ese sistema que hace surgir los mundos y los pueblos, determinando sus revoluciones, sus días, semanas, meses y años, estaciones y épocas”. El profeta José Smith enseñó que el sacerdocio “fue instituido ‘desde antes de la fundación de la tierra, cuando todas las estrellas del alba cantaban juntas y todos los hijos de Dios gritaban de gozo’, y es el sacerdocio mayor y más santo, según el orden del Hijo de Dios”.
No hay duda de que el poder del sacerdocio excede nuestra comprensión. Por medio del profeta José Smith, el Señor enseñó que “todo aquel que fuese ordenado por esa orden y ese llamamiento tendría poder, por la fe, para derribar montañas, dividir los mares, secar las aguas, desviarlas de su curso;
Para desafiar a los ejércitos de las naciones, dividir la tierra, romper todas las cadenas, permanecer en la presencia de Dios, hacer todas las cosas conforme a la voluntad del Hijo de Dios, que existía desde antes de la fundación del mundo” (Traducción de José Smith, Génesis 14:30–31).
El sacerdocio opera en un sistema de orden sublime. No es, sin embargo, de naturaleza inestable. Es necesario que sea conferido por ordenación a determinados oficios específicos. Es poseído por hombres que están bajo el sagrado deber de utilizar su autoridad para realizar la obra de Dios a fin de bendecir tanto a hombres, mujeres como a niños. Nadie puede afirmar tener la autoridad del sacerdocio “a menos que haya sido ordenado por alguien que tenga autoridad; y que la Iglesia sepa que tiene autoridad y que fue debidamente ordenado por los dirigentes de la Iglesia” (DyC 42:11).
El ejercicio de la autoridad del sacerdocio está gobernado por las llaves del sacerdocio. Esas llaves están en manos de las Autoridades Generales y locales que presiden la Iglesia. Aquellos que detentan las llaves son responsables del ritmo de liderazgo y de la orientación de la obra del Señor en la Tierra. Claramente, como afirma Alma, los pastores de la Iglesia son responsables de la protección del rebaño:
“¿Pues cuál es el pastor entre vosotros que, teniendo muchas ovejas, no vela por ellas, para que los lobos no entren y devoren su rebaño? Y he aquí, si un lobo entra en medio de su rebaño, ¿no lo echa fuera? Sí, y al final, si le es posible, lo destruye.” (Alma 5:59)
Aquellos que poseen llaves, que incluyen la autoridad judicial o disciplinaria, tienen la responsabilidad de mantener a la Iglesia limpia de toda iniquidad (véanse DyC 20:54; 43:11). Los obispos, presidentes de estaca, presidentes de misión y otros que tienen la responsabilidad de mantener pura la Iglesia deben realizar ese trabajo con amor y bondad. No debe hacerse con el fin de castigar, sino de ayudar. Sin embargo, no hay bondad alguna en que los líderes que presiden a un hermano o hermana que ha transgredido cierren los ojos a sus transgresiones.
Al respecto, el presidente John Taylor dijo lo siguiente:
“Además, he oído hablar de algunos obispos que han intentado encubrir las iniquidades de los hombres; a estos les digo, en el nombre de Dios, que tendrán que responsabilizarse de tal iniquidad; y si cualquiera de ustedes quiere tener parte en los pecados de los hombres, o apoyarlos, tendrá que responsabilizarse de ellos. ¿Están escuchando, obispos y presidentes? El Señor los responsabilizará por esto. Ustedes no están en posición de pervertir los principios de rectitud ni de encubrir las infamias y corrupciones de los hombres.”
En cuanto a este asunto, exhortamos a los hermanos presidentes a que busquen el Espíritu del Señor, estudien las escrituras y el Manual General de Instrucciones y así sean guiados. La disciplina de la Iglesia no se limita a los pecados sexuales, sino que incluye otros, como el asesinato, el aborto, el robo, el hurto y otras deshonestidades; la desobediencia deliberada a las reglas y reglamentos de la Iglesia; la defensa o práctica de la poligamia; la apostasía; o cualquier otra conducta no cristiana, incluso afrentar o ridiculizar al ungido del Señor, en oposición a la ley del Señor y al orden de la Iglesia.
¿Cómo funciona el sacerdocio? Las decisiones de los líderes y de los quórumes del sacerdocio deben seguir el modelo de los quórumes presidentes:
“Las decisiones de estos quórumes (…) deben tomarse con toda rectitud, con santidad y humildad de corazón, mansedumbre y longanimidad; y con fe, virtud, conocimiento, templanza, paciencia, piedad, afecto fraternal y caridad.” (DyC 107:30)
En algunas asambleas legislativas del mundo existen ciertos grupos denominados “la leal oposición”. No encuentro ese principio en el evangelio de Jesucristo. El Salvador nos dio esta solemne advertencia:
“Sed uno; y si no sois uno, no sois míos.” (DyC 38:27) El Señor dejó claro que, en cada quórum presidente, “toda decisión tomada por uno de estos quórumes debe hacerse por el voto unánime del mismo; es decir, cada miembro de cada quórum debe estar de acuerdo con sus decisiones.” (DyC 107:27) Esto significa que, después de una discusión franca y abierta, las decisiones se toman en consejo, bajo la dirección del líder presidente que posee la autoridad para tomar la decisión final. Esa decisión es entonces sostenida, pues nuestra unión proviene de la completa conformidad con los principios de rectitud y de la respuesta unánime a la acción del Espíritu de Dios.
La libre discusión y expresión son alentadas en la Iglesia. Sin duda, las manifestaciones de los miembros en la mayoría de las reuniones de ayuno y testimonio, o en la Escuela Dominical, o en la Sociedad de Socorro y reuniones del sacerdocio, atestiguan este principio. Sin embargo, el privilegio de la libre expresión debe operar dentro de ciertos límites. En 1869, George Q. Cannon explicó los límites de la expresión individual:
“Un amigo quiso saber si considerábamos apostasía que un miembro de la Iglesia tuviera, honestamente, una opinión diferente de la de las Autoridades de la Iglesia (…) Respondimos que (…) podíamos aceptar que un hombre discrepara honestamente de las Autoridades de la Iglesia y aun así no fuera considerado un apóstata; pero no podíamos aceptar que hiciera públicas esas diferencias de opinión y procurara, por medio de argumentaciones, sofismas y protestas especiales, imponerlas al pueblo a fin de producir división y contienda y colocar las acciones y consejos de las Autoridades de la Iglesia, si fuera posible, en una perspectiva falsa, sin que tal hombre fuera un apóstata, pues esa conducta constituye apostasía, según nuestro entendimiento de ese término.”
Entre las actividades consideradas apóstatas para la Iglesia se incluye al miembro que:
- actúe repetidamente en clara, ostensible, deliberada y pública oposición a la Iglesia o a sus líderes;
- persista en enseñar como doctrinas de la Iglesia cosas que no lo son, después de haber sido corregido por el obispo o una autoridad mayor; o
- continúe siguiendo las enseñanzas de cultos apóstatas (como los que defienden el matrimonio plural), después de haber sido corregido por su obispo o una autoridad mayor.
Los hombres o mujeres que públicamente persisten en desafiar las doctrinas, prácticas y estatutos básicos de la Iglesia se apartan del Espíritu del Señor y pierden el derecho de ocupar cargos o tener influencia en la Iglesia. Se anima a los miembros a estudiar los principios y doctrinas de la Iglesia, a fin de entenderlos. Luego, si surgen cuestiones y hay diferencias de opinión, se alienta a los miembros a discutir los asuntos en privado con los líderes del sacerdocio.
Hay cierta arrogancia en pensar que cualquiera de nosotros pueda ser más espiritualmente inteligente, más instruido o más justo que los consejos llamados para presidirnos. Esos consejos están en mayor sintonía con el Señor que cualquier individuo sobre el que presiden, y cada miembro individual de esos consejos generalmente es guiado por el consejo.
En esta Iglesia, en la que tenemos un liderazgo laico, es inevitable que algunos de aquellos que ejercen autoridad sobre nosotros tengan una formación diferente de la nuestra. Eso no significa que un individuo con otras cualificaciones vocacionales o profesionales honradas tenga menos derecho al espíritu de su llamamiento que cualquier otro. Entre los grandes obispos de mi vida se encuentran un albañil, un tendero, un agricultor, un lechero y un propietario de una fábrica de helados. Lo que les faltaba en términos de instrucción formal era insignificante. Eran hombres humildes y, por ser humildes, fueron enseñados y magnificados por el Espíritu Santo. Sin excepción, fueron grandemente fortalecidos mientras aprendían a esforzarse diligentemente por cumplir su llamamiento y servir a los santos a quienes presidían. Lo mismo sucede con todos los llamamientos de la Iglesia. El presidente Monson nos enseña: “El Señor llama, el Señor califica.”
¿Cómo deben los poseedores del sacerdocio tratar a las mujeres de la Iglesia?
Las hermanas de esta Iglesia, desde el principio, siempre han hecho una gran y maravillosa contribución a la obra del Señor. Ellas contribuyen enormemente con inteligencia, trabajo, cultura y refinamiento en favor de la Iglesia y de nuestras familias. Los servicios prestados por las hermanas, al avanzar hacia el futuro, son más necesarios que nunca para ayudar a establecer los valores, la fe y el futuro de las familias, así como el bienestar de nuestra sociedad. Ellas necesitan saber que son valoradas, honradas y apreciadas. Las hermanas que sirven como líderes deben ser invitadas a participar y a hablar, y deben ser incluidas en nuestras reuniones de consejo de barrio y estaca, particularmente en lo que se refiere a asuntos relacionados con las demás hermanas, los jóvenes y los niños.
¿Cómo deben los poseedores del sacerdocio tratar a la esposa y a otras mujeres de la familia?
La esposa debe ser tratada con cariño. Ella necesita ver que su marido la llama bienaventurada, y los hijos deben escuchar al padre alabar generosamente a la madre. (Véase Proverbios 31:28.) El Señor valora a Sus hijas en la misma medida en que valora a Sus hijos. En el matrimonio, ninguno es superior al otro; cada uno tiene su respectiva y distinta responsabilidad divina. Para la esposa, la principal de esas diferentes responsabilidades es la maternidad. Creo firmemente que nuestras queridas y fieles hermanas disfrutan de una riqueza espiritual especial que es inherente a su naturaleza.
El presidente Spencer W. Kimball declaró:
“Ser una mujer justa en medio de las escenas finales de esta Tierra, antes de la segunda venida de nuestro Salvador, es un llamamiento especialmente noble. (…) Otras instituciones de la sociedad pueden tambalear, o incluso caer, pero la mujer justa puede ayudar a salvar el hogar, que quizá sea el último y único santuario que algunos mortales conozcan en medio de las tormentas y contiendas.”
El sacerdocio es una autoridad que sólo puede ejercerse en rectitud. Cualquier intento de usarlo en el hogar como un arma para maltratar o imponer un dominio injusto está en completa contradicción con esa autoridad y resulta en su pérdida. Como poseedor del sacerdocio, el padre tiene la responsabilidad primordial de pedir al Señor bendiciones espirituales y materiales para sí y para su familia, pero esas bendiciones sólo pueden ser reclamadas en rectitud, si él honra el sacerdocio que posee. El Señor nos enseña que “ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, a no ser con persuasión, con longanimidad, con mansedumbre y humildad de corazón, y con amor sincero.” (DyC 121:41)
En mi opinión, en las Escrituras existen pocas palabras de mayor significado que las hermosas palabras de la sección 121 de Doctrina y Convenios, que explican cómo debe ejercerse el sacerdocio:
“Con bondad y con conocimiento puro, lo cual ensanchará grandemente el alma, sin hipocresía y sin engaño,
Reprendiendo prontamente con firmeza, cuando lo dicte el Espíritu Santo; y después mostrando entonces mayor amor hacia aquel a quien has reprendido, para que no te considere su enemigo;
Para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que los lazos de la muerte.
Que tus entrañas también se llenen de caridad hacia todos los hombres y hacia la familia de la fe; y que la virtud adorne incesantemente tus pensamientos; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como el rocío del cielo.
El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro, un cetro inmutable de rectitud y de verdad; y tu dominio será un dominio eterno, y sin ser obligado, fluirá hacia ti para siempre jamás.” (DyC 121:42–46)
El presidente Spencer W. Kimball declaró, con respecto a los convenios del sacerdocio:
“No hay límite para el poder del sacerdocio que ustedes poseen. Sólo estarán limitados cuando no vivan en armonía con el Espíritu del Señor y se limiten ustedes mismos en el poder que ejercen”.
El presidente Kimball también declaró:
“Un hombre quiebra el convenio del sacerdocio al transgredir los mandamientos, pero también cuando deja de cumplir con sus deberes. Siendo así, para él quebrar ese convenio basta con no hacer nada”.
Otro gran recordatorio de nuestras obligaciones y bendiciones es el juramento y convenio del sacerdocio, como se describe en la sección 84 de Doctrina y Convenios. Se nos dice que las trascendentes obligaciones de los poseedores del sacerdocio son: “[prestar] oídos diligentemente a las palabras de vida eterna”, dar testimonio “a todo el mundo” e instruir al mundo acerca del “juicio futuro”. (Versículos 43, 61, 87)
Entonces tenemos esta maravillosa promesa, si somos fieles en nuestras responsabilidades del sacerdocio: seremos “santificados por el Espíritu” y nos convertiremos en “los escogidos de Dios”, y “todo lo que [el] Padre tiene” nos será dado. (Versículos 33–34, 38) ¡Cuánto más importante es recibir “todo lo que [el] Padre tiene” que buscar o recibir cualquier otra cosa que esta vida nos pueda ofrecer!
Recibimos gloriosas bendiciones de vida al obedecer los convenios y honrar las ordenanzas recibidas en los santos templos, incluso el nuevo y eterno convenio del matrimonio, que es la piedra angular de la sagrada investidura.
En nuestro deseo de tener una mente abierta, de ser aceptados, queridos y admirados, no menospreciemos las doctrinas y convenios que nos fueron revelados ni las declaraciones de aquellos a quienes les fueron dadas las llaves del reino de Dios en la tierra. Para todos nosotros, las palabras de Josué resuenan con una importancia cada vez mayor:
“Escogeos hoy a quién sirváis; (…) pero yo y mi casa serviremos a Jehová”. (Josué 24:15)
























