Cómo Encontrar la Luz en un Mundo Tenebroso

CAPÍTULO QUINCE

Los Poseedores del Sacerdocio Son Pastores


El élder Bruce R. McConkie declaró:
“Cualquiera que sirva en alguna posición en la Iglesia en la cual sea responsable del bienestar espiritual o físico de cualquiera de los hijos del Señor, es un pastor de esas ovejas. El Señor responsabiliza a sus pastores por la seguridad (significando salvación) de sus ovejas”.

El poseedor del sacerdocio tiene esta gran responsabilidad, sea él padre, abuelo, maestro orientador, presidente del quórum de élderes, obispo, presidente de estaca, o tenga otro llamamiento en la Iglesia.

Inicialmente, hablo a los jóvenes del Sacerdocio Aarónico dignos. Cuando yo era un niño muy pequeño, mi padre encontró un cordero completamente solo en el desierto. El rebaño al cual pertenecía su madre había seguido a otra parte y, de alguna manera, el cordero se había separado de ella, sin que el pastor se diera cuenta de que el corderito se había perdido. Cierto de que no sobreviviría solo en el desierto, víctima de coyotes o de la inanición, pues era tan joven que aún necesitaba leche, mi padre lo recogió y lo llevó a casa. Dejar al cordero allí significaba muerte segura.

Mi padre me dio el corderito y me convertí en su pastor. Durante varias semanas calenté leche de vaca en un biberón y alimenté al corderito. Nos hicimos buenos amigos. Lo llamaba “Próximo”; no recuerdo por qué le di ese nombre. Empezó a crecer. Mi cordero y yo solíamos jugar en el césped. A veces nos recostábamos juntos sobre la hierba, y yo apoyaba mi cabeza en su costado blando y suave mientras miraba el cielo azul y las nubes blancas onduladas. Durante el día, no solía atar al cordero. Él no huía y pronto aprendió a pastar. Para llamarlo desde cualquier lugar del patio bastaba con imitar lo mejor posible el sonido de un balido: ¡méé… méé…!

Cierta noche cayó una terrible tormenta. Esa noche olvidé meter al animal en el establo, como debería haberlo hecho. Me fui a dormir. Mi pequeño amiguito quedó atemorizado en medio de la tormenta, y escuché su balido. Sabía que debía ayudar a mi animalito, pero quise permanecer a salvo, cálido y seco en mi cama. No me levanté como debería haber hecho.

A la mañana siguiente, al salir, encontré a mi corderito muerto. Un perro también había escuchado sus ruegos de auxilio y lo mató. Mi corazón se partió. Yo no había sido un buen pastor ni un buen mayordomo de aquello que mi padre me había confiado. Mi padre dijo: “Hijo, ¿no puedo confiar en ti ni siquiera para cuidar de un solo cordero?” El comentario de mi padre me dolió más que la pérdida de mi pequeño amigo. Decidí ese día, siendo todavía un niño, que jamás descuidaría mi mayordomía como pastor, si alguna vez volvía a ser colocado en esa posición.

No muchos años después, fui llamado como compañero menor de un maestro orientador. Había ocasiones en que hacía frío y llovía, y yo deseaba permanecer cómodamente en casa. Pero, en mi mente, podía escuchar el balido de mi corderito y sabía que necesitaba ser un buen pastor y salir con mi compañero mayor. Durante todos esos años, cada vez que sentía el deseo de evadir mis deberes, me venía a la memoria lo triste que había estado aquella noche, muchos años antes, cuando no fui un buen pastor. No siempre hice todo lo que debía, pero lo he intentado.

Quiero hablar un poco sobre los deberes inherentes a los pastores del Señor. Hablo de las responsabilidades contenidas en las revelaciones dadas por el propio Señor. No hay mayor responsabilidad que la de ser esposo y padre, y de esa no se está eximido. El Señor dijo: “Amarás a tu esposa con todo tu corazón y a ella te apegarás, y a ninguna otra”. (DyC 42:22)

El Señor también dijo a los padres de esta Iglesia:
“Yo, empero, os he mandado que criéis a vuestros hijos en luz y verdad”. (DyC 93:40)

“Y también enseñarán a sus hijos a orar y a andar en rectitud delante del Señor.
Y los habitantes de Sion también observarán el día del Señor para santificarlo”. (DyC 68:28–29)

Otra gran responsabilidad es la del maestro orientador:
“El deber del maestro es velar siempre por la iglesia, estar con los miembros y fortalecerlos;
Y cerciorarse de que no haya iniquidad en la iglesia, ni aspereza entre unos y otros, ni mentiras, murmuraciones ni calumnias”. (DyC 20:53–54)

Un mandamiento adicional es: “cerciorarse de que la iglesia se reúna a menudo y también de que todos los miembros cumplan con sus deberes”. (v. 55) Ellos deben “amonestar, explicar, exhortar y enseñar, e invitar a todos a venir a Cristo”. (v. 59)

Los presidentes de quórumes del sacerdocio y sus consejeros son también pastores del rebaño y tienen la responsabilidad de cuidar afectuosamente de los miembros de su quórum. Los obispos de la Iglesia son algunos de los atalayas en la torre. Pablo dijo a Timoteo acerca de los obispos de la Iglesia:

“Palabra fiel es ésta: Si alguno anhela obispado, buena obra desea.
Pero es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar”.

No dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino moderado, no contencioso, no avaro.
(Pues si alguno no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?)” (1 Timoteo 3:1–5)

Con respecto al Sacerdocio Aarónico, el Señor dijo: “El obispado es la presidencia de este sacerdocio y posee las llaves, o sea, la autoridad del mismo”. (DyC 107:15)

Obispos, nuestros jóvenes están atravesando las tormentas de la vida. Hay lobos rapaces rondando para devorarlos. Muchos de ellos están como mi pequeño cordero, clamando por ayuda. Rogamos a los obispos que hagan todo lo posible para mantenerlos a salvo.

El presidente de estaca es también un líder constitucional de la Iglesia, pues preside la estaca, la cual el Señor dijo que existe para que “sea por defensa y por refugio contra la tempestad y contra la ira, cuando esta sea derramada sin mezcla sobre toda la tierra”. (DyC 115:6) Las estacas son “las cortinas, o la fortaleza de Sion”. (DyC 101:21) Deben ser fuentes espirituales de rectitud, fortaleza y protección.

El Obispado Presidente, en el que cada miembro es un obispo ordenado, tiene la responsabilidad de dirigir los asuntos administrativos de la Iglesia, según lo designe la Primera Presidencia. En esta gran Iglesia mundial, la responsabilidad del Obispado Presidente es ardua y gigantesca.

El Señor dijo acerca de los Setenta:
“Los Setenta también son llamados a predicar el evangelio y a ser testigos especiales ante los gentiles y en todo el mundo; difieren, por tanto, de los otros oficiales de la iglesia en los deberes de su llamamiento. (…)
Los Setenta actuarán en el nombre del Señor, bajo la dirección de los Doce, o sea, del sumo consejo viajante, edificando la iglesia y regulando todos sus asuntos en todas las naciones, primero entre los gentiles y luego entre los judíos”. (DyC 107:25, 34)

Los Doce Apóstoles son “testigos especiales del nombre de Cristo en todo el mundo; difieren, por tanto, de los otros oficiales de la iglesia en los deberes de su llamamiento”. (v. 23) El Señor dijo que “los Doce, que poseen las llaves, son enviados para abrir la puerta por la proclamación del evangelio de Jesucristo”. (v. 35) Los Doce son los embajadores del Señor.

La Primera Presidencia tiene la responsabilidad final sobre los asuntos del reino de Dios en la tierra. Con respecto a ella, dijo el Señor:
“Del Sacerdocio de Melquisedec, tres sumos sacerdotes presidentes, escogidos por el cuerpo, designados y ordenados a este oficio y sostenidos por la confianza, la fe y las oraciones de la iglesia, forman el quórum de la Presidencia de la Iglesia. (…)
Y la presidencia del concilio del sumo sacerdocio tendrá poder para llamar a otros sumos sacerdotes, sí, a doce, para que les sirvan de consejeros; y así la presidencia del sumo sacerdocio y sus consejeros tendrán poder para decidir, basándose en testimonios, de acuerdo con las leyes de la iglesia”. (vv. 22, 79)

Con respecto al Presidente de la Iglesia, el Señor dijo que él es el “presidente del sumo sacerdocio de la iglesia; o, en otras palabras, el Sumo Sacerdote Presidente del sumo sacerdocio de la iglesia”. (vv. 65–66) Él debe “presidir toda la iglesia y ser semejante a Moisés (…) ser un vidente, un revelador, un traductor y un profeta, poseyendo todos los dones de Dios que Él confiere a la cabeza de la iglesia”. (vv. 91–92; véase DyC 21:1.)

El Presidente de la Iglesia administra el uso de todas las llaves y autoridades del sacerdocio y es la única persona que puede ejercerlas en su totalidad, aunque todos los Apóstoles ordenados las posean, algunas en forma latente.

Hermanos, soy miembro de la Primera Presidencia desde hace algunos años. Es como si mi visión hubiera sido limitada antes de este llamamiento y ahora hubiera colocado unos lentes que me permiten ver con mayor claridad y en detalle la magnitud de la responsabilidad del Presidente de la Iglesia. Pienso que es como aquel aristócrata que usaba un monóculo. De él se decía: “Veía más de lo que podía comprender”. Los hombres que con mayor claridad ven todo el panorama son esos gigantes del Señor: el presidente Hinckley y el presidente Monson, quienes han servido fielmente por muchos años como consejeros de los presidentes anteriores de la Iglesia.

En una iglesia vasta y de gran proyección como la nuestra, es necesario que haya orden. Necesitamos, además de las escrituras y revelaciones modernas, directrices y normas para que la Iglesia avance en todo el mundo de manera bien organizada. Inevitablemente habrá algunos elementos de burocracia que pueden ocasionalmente provocar cierta irritación y, a veces, frustración. Pedimos que pasen por alto cualquier irritación o inconveniencia en la administración de la Iglesia. Pedimos que se concentren en los principios del evangelio, que son simples, sublimes, espiritualmente sustentadores y salvadores. Pedimos que se mantengan firmes. Pedimos que sean fieles a sus mayordomías como autoridades pastorales del sacerdocio de la Iglesia. Seamos leales a nuestros llamamientos y al sacerdocio que poseemos. Seamos unidos en el apoyo y ayuda a aquellos que tienen autoridad sobre nosotros.

Hermanos, después de más de sesenta años, aún escucho en mi mente los balidos asustados del cordero de mi infancia, al que no apacenté como debía. Recuerdo también la amorosa reprensión de mi padre: “Hijo, ¿no puedo confiar en ti ni siquiera para cuidar de un solo cordero?” Si no somos buenos pastores, imagino cómo nos sentiremos en la eternidad.

“Dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Y él le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis corderos.
Volvió a decirle por segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis ovejas.
Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? Y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas”. (Juan 21:15–17)

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