Cómo Encontrar la Luz en un Mundo Tenebroso

CAPÍTULO DIECISÉIS

Padres, Madres, Matrimonio


EN LOS ÚLTIMOS TIEMPOS, la sociedad ha sido atormentada por un cáncer del que pocas familias logran escapar. Hablo de la desintegración de los hogares. Existe una apremiante necesidad de iniciar un tratamiento correctivo. Creo que la mujer es la mayor creación de Dios. También creo que no hay bien mayor en todo el mundo que la maternidad. La influencia de la madre en la vida de los hijos trasciende nuestra imaginación. Las personas que crían a sus hijos solas, en su mayoría mujeres, realizan un servicio particularmente heroico.

Reconozco que hay muchos maridos y padres que maltratan a su esposa y a sus hijos, los cuales necesitan protección. Sin embargo, algunos estudios sociológicos actuales reafirman enérgicamente que la influencia de un padre cuidadoso es esencial en la vida de un niño, sea varón o mujer. En los últimos veinte años, cuando los hogares y las familias luchan por mantenerse intactos, estos estudios revelan un dato alarmante: muchos de los crímenes y problemas de conducta en los Estados Unidos se originan en hogares en los que el padre abandonó a los hijos. En muchas sociedades del mundo, los menores desamparados, los delitos, el abuso de drogas y la desintegración de la familia pueden atribuirse a condiciones en las que el hombre no proporciona orientación paterna. Desde el punto de vista sociológico, ahora es dolorosamente evidente que el padre no es un elemento opcional en la familia.

Necesitamos respetar la posición del padre como el principal responsable del sostén material y espiritual. Declaro esto sin vacilación, porque el Señor reveló que esa obligación corresponde al esposo: “Las mujeres tienen derecho a recibir de los maridos su mantenimiento hasta que se les sean quitados”. (D. y C. 83:2) Más adelante: “Todos los hijos tienen derecho a recibir de sus padres su mantenimiento hasta alcanzar la mayoría de edad”. (D. y C. 83:4) Además, su bienestar espiritual debe ser “[realizado] por la fe y convenio de sus padres”. (D. y C. 84:99) Con respecto a los pequeñitos, el Señor prometió que “grandes cosas [serán] requeridas de las manos de sus padres”. (D. y C. 29:48)

Es inútil discutir quién es más importante, el padre o la madre. Nadie dudaría que la influencia de la madre es indispensable para los recién nacidos y para los primeros años de vida del niño. La influencia del padre aumenta a medida que el niño crece. Tanto el padre como la madre, sin embargo, son necesarios en las distintas etapas de desarrollo del hijo. Ambos hacen cosas intrínsecamente diferentes por los hijos. Tanto las madres como los padres educan a sus hijos, pero los enfoques son distintos. Las madres tienen el papel dominante de preparar a los hijos para vivir con su familia en el presente y en el futuro. Los padres parecen tener más medios para preparar a los hijos a desenvolverse en el entorno fuera de la familia.

Una autoridad declaró: “Los estudios demuestran que el padre tiene un papel específico que desempeñar en la edificación del autorrespeto del niño. Él es importante, también, de un modo que realmente no entendemos, en el desarrollo de los límites y controles morales de los hijos”. Y añade: “Un estudio también muestra que la presencia del padre es decisiva para establecer en el niño su orientación sexual. Curiosamente, la participación paterna genera una identidad y un carácter sexual más definidos, tanto en los varones como en las mujeres. Está claramente demostrado que la masculinidad de los hijos y la feminidad de las hijas son mayores cuando el padre participa activamente en la vida familiar”.

Los padres, en cualquier situación conyugal, tienen el deber de dejar de lado las diferencias personales y de alentarse mutuamente, a fin de que ejerzan una influencia digna en la vida de los hijos.

¿No será posible dar a las mujeres todos los derechos y bendiciones que provienen de Dios y de la autoridad legal, sin disminuir la nobleza de la otra gran creación de Dios, el hombre? Eliza R. Snow declaró en 1872:

“La posición de la mujer es una de las cuestiones del momento. Es algo que atrae la atención del mundo, tanto social como políticamente. Algunos (…) se niegan a admitir que la mujer tenga derecho a prerrogativa alguna más allá (…) de los caprichos, de las extravagancias o de los premios (…) que los hombres decidan concederle. A falta de argumentos, ellos critican y ridiculizan, lo cual no pasa de ser un viejo subterfugio de quienes se oponen a determinados principios correctos que no pueden refutar. Otros (…) no sólo reconocen que la posición de la mujer debe ser mejorada, sino que son tan radicales en sus teorías extremas, que crean en ella un antagonismo contra el hombre, creyendo que ella tiene una existencia distinta y opuesta; (…) mostrando cuán completamente independiente debería ser”.

[De hecho, ellos] harían que adoptara los aspectos más reprobables del carácter de los hombres, que deberían ser evitados o modificados por ellos, en lugar de ser copiados por las mujeres. Ésos son los dos extremos, y entre ellos está el equilibrio perfecto.

Muchas personas no comprenden nuestra creencia de que Dios estableció sabiamente una autoridad rectora para las instituciones más importantes del mundo. Esa autoridad rectora se llama sacerdocio. El sacerdocio es conferido con la confianza de que será usado para bendecir a todos los hijos de Dios. El sacerdocio no es una cuestión de sexo; significa bendiciones de Dios para todos, por medio de las manos de los siervos que Él designó. En la Iglesia esa autoridad del sacerdocio puede bendecir a todos los miembros, mediante la ministración de maestros orientadores, presidentes de quórum, obispos, padres y todos los demás hombres dignos que han sido encargados de la administración de los asuntos del reino de Dios. El sacerdocio es una influencia y un poder dignos, por medio de los cuales los niños son enseñados desde la juventud y durante toda la vida a honrar la castidad, a ser honestos y diligentes, y a respetar y defender a las mujeres. El sacerdocio es una influencia rectora. Las niñas aprenden que, por medio de su influencia y del poder para bendecir, ellas pueden realizar muchos de sus anhelos.

Ser portador del sacerdocio significa seguir el ejemplo de Cristo y procurar imitar Su ejemplo de paternidad. Significa preocupación y cuidado constante por los hijos. El hombre que porta el sacerdocio debe honrarlo mostrando afecto eterno, con absoluta fidelidad, hacia su esposa y madre de sus hijos. Debe, durante toda su vida, demostrar desvelo y cuidado por sus hijos y por los hijos de sus hijos. La súplica de David por su hijo rebelde es una de las más conmovedoras de todas las Escrituras: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2 Samuel 18:33).

Exhorto a los esposos y padres de esta Iglesia a ser el tipo de hombre sin el cual su esposa no quisiera quedarse. Exhorto a las hermanas de esta Iglesia a ser pacientes, amorosas y comprensivas con su esposo. Las personas que se casan deben estar totalmente preparadas para considerar el matrimonio como la prioridad de su vida.

Es destructivo para el sentimiento que debe existir en un matrimonio feliz que uno de los cónyuges diga al otro: “No te necesito”. Eso es particularmente verdadero porque el consejo del Salvador fue y sigue siendo que se conviertan en una sola carne: “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Así que no son ya más dos, sino una sola carne” (Mateo 19:5–6).

Es inmensamente más difícil ser uno de corazón y mente que serlo físicamente. Esa unidad de corazón y mente se manifiesta en expresiones sinceras como: “Gracias” y “Me siento orgulloso de ti”. Esa armonía familiar existe cuando se perdona y se olvida, elementos esenciales para una relación matrimonial madura. Ya se ha dicho que deberíamos mantener los ojos bien abiertos antes del matrimonio y medio cerrados después. La verdadera caridad debe comenzar en el matrimonio, pues es una relación que debe edificarse todos los días.

Me pregunto si sería posible que un cónyuge se deshiciera del otro y saliera completamente ileso. Cualquier cónyuge que disminuya el papel divino del otro delante de los hijos, degrada la floreciente feminidad de las hijas y la emergente masculinidad de los hijos. Supongo que siempre habrá divergencias sinceras entre marido y mujer, pero estas deben resolverse en privado.

La importancia de este asunto me anima a decir algo respecto a la ruptura de convenios. Debo admitir que algunos matrimonios simplemente no funcionan. A quienes se encuentran en esa situación, extiendo mi comprensión, pues todo divorcio acarrea sufrimiento. Espero que lo que voy a decir no les cause inquietud. En mi opinión, cualquier promesa hecha entre el hombre y la mujer durante la ceremonia de matrimonio se vuelve tan importante como un convenio. La relación familiar de padre, madre e hijo es la institución más antigua y más duradera del mundo. Ha sobrevivido a enormes diferencias de geografía y cultura. Esto sucede porque el matrimonio de un hombre y una mujer es un estado natural y es ordenado por Dios. Es un deber moral. Los matrimonios realizados en nuestro templo, con miras a una relación eterna, son, por tanto, los convenios más sagrados que podemos hacer. El poder sellador dado por Dios y restaurado por medio de Elías es invocado, y Dios se convierte en una de las partes implicadas en las promesas.

¿Qué, entonces, puede considerarse “causa justa” para romper los convenios del matrimonio? Durante toda mi vida, al tratar con problemas humanos, me he esforzado por comprender lo que podría ser considerado “causa justa” para la ruptura de convenios. Confieso no tener sabiduría ni autoridad para declarar concluyentemente qué es “causa justa”. Solo los participantes del matrimonio pueden determinarlo. Ellos deben cargar con el peso de la responsabilidad por la serie de consecuencias que acarrea la disolución del matrimonio. En mi opinión, “causa justa” no debe ser nada menos serio que una relación prolongada y aparentemente irredimible que sea destructiva para la dignidad de una persona como ser humano.

Al mismo tiempo, tengo fuertes sentimientos respecto a lo que no sería una buena razón para romper los sagrados convenios del matrimonio. Sin duda, “sufrimiento mental”, “incompatibilidad de caracteres”, “distanciamiento” o “fin del amor” no son causas justas, especialmente cuando hay hijos involucrados. Con relación a ese consejo divino, Pablo aconseja: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25). “A fin de que enseñen a las mujeres jóvenes a ser prudentes, a amar a sus maridos, a amar a sus hijos” (Tito 2:4).

En mi opinión, los miembros de la Iglesia poseen la cura más eficaz para la desintegración de nuestra vida familiar. Hombres, mujeres y niños deben honrar y respetar el papel divino del padre y de la madre en el hogar. Cuando esto ocurre, el respeto mutuo y la gratitud entre los miembros de la Iglesia serán incentivados por la rectitud que hay en el hogar. De ese modo, las grandes llaves selladoras restauradas por Elías y mencionadas por Malaquías serán evocadas para “volver el corazón de los padres hacia los hijos y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición” (D. y C. 110:15; véase Malaquías 4:6).

El presidente Joseph Fielding Smith declaró, refiriéndose a las llaves de Elías: “Ese poder sellador concedido a Elías es el poder que une al marido con la esposa, y a los hijos con los padres por toda la eternidad. Es el poder sellador existente en toda ordenanza del evangelio (…). Era misión de Elías venir y restaurarlo, para que la maldición del caos y del desorden no existiera en el reino de Dios”. El caos y el desorden son demasiado comunes en nuestra sociedad, pero no debemos permitir que destruyan nuestro hogar.

Tal vez veamos el poder concedido por Elías como algo asociado únicamente a ordenanzas formales realizadas en lugares sagrados. Sin embargo, esas ordenanzas se vuelven dinámicas y productivas solo cuando se revelan en nuestra vida cotidiana. Malaquías dijo que el poder de Elías volvería el corazón de los padres hacia los hijos y viceversa (véase Malaquías 4:5–6). El corazón es el centro de las emociones y un conducto para revelaciones. Ese poder sellador se manifiesta de esa manera en las relaciones familiares, en los atributos y virtudes desarrollados en un ambiente sano y en el servicio dedicado. Esos son los lazos que unen a las familias, y el sacerdocio apresura su desarrollo. De forma imperceptible, pero real, “la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma [y tu hogar] como el rocío del cielo” (D. y C. 121:45).

Testifico que las bendiciones del sacerdocio, honrado por padres y esposos y reverenciado por esposas e hijos, pueden verdaderamente sanar el cáncer que aflige a la sociedad. Ruego a los padres: Regresen al hogar. Magnifiquen su llamamiento en el sacerdocio; bendigan a su familia por medio de esa influencia sagrada y experimenten las recompensas prometidas por nuestro Padre y Dios.


Este libro se desarrolla como un viaje espiritual en el que un líder de la Iglesia —con voz paternal y pastoral— se dirige tanto a adultos como a jóvenes, a hombres y mujeres, a padres, madres y portadores del sacerdocio, con el fin de fortalecer la fe, el carácter y la unidad familiar en medio de un mundo turbulento.

Comienza con una advertencia contra la ingratitud, mostrando que uno de los males de nuestra época es dar por sentado los dones divinos. El ejemplo del samaritano agradecido aparece como un espejo en el que todos debemos vernos: reconocer los milagros y volver al Señor con un corazón agradecido. Ese tono de gratitud se va ampliando hasta convertirse en un llamado a redescubrir la paz en el hogar, en la oración familiar, en la reunión sacramental y, sobre todo, en el templo, descrito como un refugio espiritual contra la violencia y la confusión del mundo moderno.

A medida que la narración avanza, se intensifica el enfoque en la familia. Se habla de los pioneros y de los sacrificios inmensos que dejaron como legado; se cuenta la historia de Emma Batchelor y la compañía Martin, mostrando que la fe y la perseverancia de los antepasados son una herencia viva que se honra al mantener la fidelidad en nuestros días. La gratitud se convierte en disciplina, y la disciplina en enseñanza: los hijos deben ser formados “en luz y verdad”, lo cual exige paciencia, trabajo, ejemplo y, sobre todo, coherencia moral de los padres.

En capítulos dirigidos a los jóvenes, el autor describe con claridad las múltiples “voces” que llenan el mundo —de placer, de duda, de vanidad, de poder— y las contrapone a la voz apacible del Espíritu. Relata cómo esa voz requiere fe, concentración y propósito para ser oída, y advierte contra doctrinas falsas como el “arrepentimiento premeditado”, recordando que no se puede jugar con el pecado sin quedar herido. La invitación es clara: andar por la fe, aun en un mundo que exige visión y gratificaciones inmediatas.

El libro avanza hacia temas centrales de la adoración y el discipulado: santificar el día de reposo, no solo como descanso físico, sino como renovación espiritual; magnificar el sacerdocio, con lealtad y unidad; y comprender la relación sagrada entre sacerdocio y familia, donde el liderazgo recto se ejerce con persuasión, paciencia y amor no fingido, nunca con dominio injusto. Aquí, las palabras de Doctrina y Convenios 121 resuenan como una joya doctrinal que orienta toda la enseñanza.

El autor no evita tocar el tema delicado del matrimonio y la ruptura de convenios. Con ternura pero firmeza, afirma que solo causas realmente graves y prolongadas pueden justificar la disolución de un matrimonio, y rechaza motivos superficiales como “incompatibilidad” o “falta de amor”. Para él, el matrimonio eterno es la cúspide de las ordenanzas y el corazón del plan de salvación. Los padres tienen la obligación de volver el corazón hacia los hijos, y los hijos hacia los padres, mediante la influencia del sacerdocio y el poder sellador restaurado por Elías.

Finalmente, la obra regresa al lenguaje pastoral con el relato del corderito perdido de su infancia. Esa experiencia —dolorosa y formativa— se convierte en una metáfora poderosa de lo que significa ser un buen pastor en el sacerdocio: cuidar de cada oveja, no abandonar a los hijos, ministrar con fidelidad, y escuchar los balidos de quienes claman ayuda. La voz del Salvador en Juan 21 —“Apacienta mis ovejas”— se convierte en la brújula que guía a todo portador del sacerdocio y a todo padre en su deber sagrado.

En resumen, este libro es un tejido de recuerdos personales, experiencias de viaje, citas de presidentes y profetas, y profundas reflexiones sobre la vida familiar, la juventud y la adoración. Es tanto una advertencia como un consuelo, tanto un manual espiritual como un relato lleno de historias vivas. Invita a cada lector a ser agradecido, a permanecer fiel, a escuchar la voz del Espíritu, a honrar el día del Señor, a magnificar el sacerdocio y a sostener el hogar como santuario. Y, sobre todo, proclama con fe que las bendiciones del sacerdocio, cuando se viven en el amor de Cristo, pueden sanar las heridas de nuestra sociedad y salvar las almas en el seno de la familia eterna.

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