Cómo Encontrar la Luz en un Mundo Tenebroso

CAPÍTULO TRES

Una Corona de Espinas, una Corona de Gloria


LA VIDA RESERVA A CADA uno de nosotros ciertos desafíos que nos hieren como espinas, zarzas y astillas. Nuestro Salvador sufrió al tener que llevar una corona de espinas. No obstante, existen también cosas de rara belleza y fragancia en la vida, así como la posibilidad de recibir una corona de gloria. Siento el deseo de comprender mejor todos los propósitos divinos al enfrentar tantas irritaciones dolorosas en esta vida. Lehi explicó que uno de los propósitos es que podamos apreciar y saborear la bondad y la belleza que existen en el mundo (véase 2 Nefi 2:10–13). A Adán se le dijo que la tierra produciría espinos y cardos para nuestro beneficio (véase Génesis 3:17–18). De la misma manera, la mortalidad fue “maldecida” con las espinas de la tentación y las astillas del pecado, para que fuéramos probados y puestos a prueba. Esto es necesario para nuestro progreso eterno. El apóstol Pablo explicó: “Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne” (2 Corintios 12:7).

Negar nuestros pecados, nuestro egoísmo y nuestra debilidad sería como llevar una corona de espinas que nos impide subir ni un solo peldaño en nuestro desarrollo personal. Negar el pecado quizá sea peor que pecar. Si negamos nuestros pecados, ¿cómo podremos ser perdonados? ¿Cómo puede aplicarse el sacrificio de Jesucristo a nuestra vida si no hay arrepentimiento? Si no eliminamos las astillas del pecado y las espinas de las tentaciones carnales, ¿cómo podrá el Señor sanar nuestra alma? El Salvador dijo: “… arrepentíos de vuestros pecados, y convertíos, para que yo os sane” (3 Nefi 9:13).

Es muy difícil orar por quienes nos odian, se aprovechan de nosotros y nos persiguen. No dar ese paso vital, sin embargo, significa dejar de arrancar algunas de las zarzas que envenenan nuestra alma. Cuando perdonamos, amamos y comprendemos lo que consideramos faltas y debilidades en nuestra esposa, en nuestro esposo, en nuestros hijos y en nuestros amigos, se hace mucho más fácil decir: “¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!” (Lucas 18:13).

Parece que, por más cuidadosos que seamos al andar por las sendas de la vida, siempre encontraremos espinas, zarzas y astillas. Cuando yo era niño y pasábamos las vacaciones de verano en la granja, nos quitábamos los zapatos de inmediato. Durante el verano solo usábamos zapatos en ocasiones especiales. Las primeras dos semanas, nuestros pies todavía estaban sensibles y dolía pisar hasta las piedras y ramitas menos ásperas. Con el paso de las semanas, sin embargo, la planta de nuestros pies se volvía más resistente y podía soportar casi todo lo que había en el camino, excepto los cardos, que parecían más abundantes que cualquier otra planta.

Así es la vida: Al crecer y madurar, si nos mantenemos cerca de Aquel que fue coronado de espinas, nuestra alma tendrá más fuerza para enfrentar los desafíos; nuestra determinación crecerá, nuestra voluntad se volverá más firme y nuestra autodisciplina aumentará para protegernos de los males de este mundo. Esos males están presentes en todas partes, por lo que necesitamos andar por los caminos que tengan el menor número posible de cardos de las tentaciones del mundo.

Cuando éramos niños nos divertíamos soplando la pelusa de los tallos de los cardos y observando las semillas flotar al viento. Más tarde, nos dimos cuenta del daño que causábamos a nuestros jardines y a los de nuestros vecinos. Muchos de nosotros encontramos gran placer en coquetear con la tentación, y solo después percibimos que nuestra infelicidad fue sembrada por nosotros mismos y por otros, y que también podemos afectar la felicidad ajena.

Existe un mecanismo de defensa para discernir el bien del mal. Se llama conciencia. Es la reacción natural de nuestro espíritu al dolor del pecado, de la misma manera que el dolor en la carne es la reacción natural del cuerpo a una pequeña herida, incluso la causada por una astilla diminuta. La conciencia se fortalece con el uso. Pablo dijo a los hebreos:

“Pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal.” (Hebreos 5:14)

Quien no ejercita la conciencia, tiene “cauterizada la propia conciencia.” (1 Timoteo 4:2) Una conciencia sensible es señal de un espíritu saludable.

¿Cómo remover las espinas y las astillas de la vida? El poder de quitar las espinas de nuestra vida y de la de los demás comienza en nosotros mismos. Moroni escribe que si nos negamos a la iniquidad, entonces la gracia de Dios nos será suficiente (véase Moroni 10:32).

Muchas veces intentamos esconder nuestra culpa con vendajes en lugar de remover la espina que causa el dolor. Resistimos el dolor momentáneo de quitar una astilla, aunque pueda evitar el dolor más prolongado de una herida infectada. Todos saben que si las espinas, zarzas y astillas no son retiradas de la carne, provocarán heridas infectadas que no sanarán.

Un pariente nuestro tiene un perro fantástico llamado Ben. Hace algunos años, en un hermoso día de otoño, caminábamos por el campo. Ben corría de un lado a otro delante de nosotros, husmeando el suelo y moviendo la cola; era obvio que estaba feliz. Después de un tiempo, nos sentamos a la orilla de un canal para descansar y disfrutar la caricia del cálido sol otoñal. Ben apareció cojeando, se acercó a su dueño y, con una expresión de dolor en la mirada, levantó la pata delantera. El dueño de Ben examinó cuidadosamente la pata y descubrió una espina. La espina fue retirada con cuidado, y Ben permaneció allí el tiempo suficiente para mover la cola con más fuerza y recibir una caricia en la cabeza; después salió corriendo, sin cojear y sin dolor. Me sorprendió ver que Ben sabía instintivamente que la espina debía ser removida para aliviar el dolor, y que también sabía adónde ir para que le fuera quitada.

Como Ben, también procuramos instintivamente librarnos de las espinas de los pecados que nos afligen, pero no siempre buscamos socorro en nuestro Maestro, y muchos ni siquiera saben quién es su Maestro.

Como carpintero que era, Jesús debía de conocer bien las astillas y las maderas espinosas. Cuando niño, seguramente aprendió que rara vez nos lastimamos con una astilla si la madera se trabaja en la dirección correcta. También debía saber que las astillas de madera, pequeñas y dolorosas, pueden distraernos de cosas más importantes.

Jesús fue herido con espinas:

“Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía.
Y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata;
Y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían, diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos!
Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza.” (Mateo 27:27–30)

Esa crueldad tal vez haya sido un intento perverso de imitar la coronación del emperador con una corona de laureles. Así, una corona de espinas fue colocada sobre su cabeza. Él aceptó el dolor como parte del gran don que había prometido ofrecer. ¡Cuán punzante resulta esto, al considerar que las espinas habían representado el desagrado de Dios al maldecir la tierra a causa de Adán y declarar que, en adelante, ella produciría espinas! Al llevar esa corona, sin embargo, Jesús transformó las espinas en un símbolo de Su gloria.

Como la poetisa estadounidense Emily Dickinson tan bien lo describió:

“¡Una corona indeseable! Sin embargo, la suprema cabeza
codició su soledad
y divinizó su estigma.”

Como Su propósito era entregarse, ni las adulaciones ni el escarnio del mundo pudieron apartarlo de Su misión.

Nuestro Salvador conoce, “según la carne”, cada dimensión de nuestro sufrimiento. No existe una enfermedad que Él no conozca. En Su agonía, se familiarizó con todas las espinas, cardos y astillas que pueden afligirnos:

“Y él irá, sufriendo dolores y aflicciones y tentaciones de toda clase; y esto para que se cumpla la palabra que dice que tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo.
Y tomará sobre sí la muerte, para soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y tomará sobre sí sus enfermedades, para que se le llenen de misericordia las entrañas, según la carne, para que sepa, según la carne, cómo socorrer a su pueblo de acuerdo con sus enfermedades.” (Alma 7:11–12)

Todo lo que irrita la carne y el alma debe ser removido antes de que se infecte. Sin embargo, aun cuando se infecte y duela, puede ser quitado, y el proceso de curación comenzará. Cuando la infección haya sanado, el dolor cesará. Ese proceso se llama arrepentimiento. El arrepentimiento y el perdón están entre los mayores frutos de la expiación. No es fácil quitar las espinas del orgullo, los cardos del egoísmo, las astillas del yo y las zarzas del deseo.

En Roselândia, en Brasil, en las afueras de la gran ciudad de São Paulo, hay muchas hectáreas de hermosas rosas. Cuando uno se sitúa en una pequeña elevación sobre los campos de rosas, el aroma es delicioso y la belleza, exuberante. Las espinas están presentes, pero de ninguna manera perjudican la belleza ni el aroma. Deseo desafiar a todas las personas a enfrentar las espinas, los cardos y las astillas que encuentren en la vida con la perspectiva correcta. Debemos ocuparnos de ellas, pero después concentrarnos en las flores de la vida, y no en las espinas. Debemos apreciar el perfume y la belleza de la rosa y de la flor del cactus.

Para disfrutar del aroma de las flores, necesitamos rectitud y disciplina en la vida, integrando en ella el estudio de las Escrituras, la oración, las prioridades y las actitudes correctas. Para los miembros de esta Iglesia, ese enfoque se intensifica en el templo. Ciertamente, todos nos encontraremos con algunas espinas, pero su importancia será apenas secundaria frente a la dulce fragancia y la magnífica belleza de las flores. El Salvador dijo:

“Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?” (Mateo 7:16)

Thomas Carlyle, escritor inglés, dijo: “Toda corona noble es, y en la tierra siempre será, una corona de espinas.” La antigua frase latina sic transit gloria mundi significa: “Así pasa la gloria de este mundo.”

Las recompensas terrenales pueden ser una fuerte tentación. En comparación, aquellos que son fieles y dedicados al servicio tienen la promesa de que serán “coronados con honor, y gloria, e inmortalidad, y vida eterna.” (DyC 75:5) Así, ni los honores ni las tribulaciones podrán derrotarlos. Pablo se refirió a una corona incorruptible (1 Corintios 9:25), y Santiago dijo que los fieles recibirán “la corona de vida.” (Santiago 1:12) Juan, el Revelador, aconsejó: “Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona.” (Apocalipsis 3:11)

Creo que las coronas terrenales, como el poder, el amor al dinero, la preocupación por las cosas materiales y los honores de los hombres, son una corona de espinas, porque se basan en lo que podemos obtener y recibir, en vez de en lo que podemos dar. Así, el egoísmo puede transformar lo que consideramos una corona noble en una insoportable corona de espinas.

Al inicio de mi carrera profesional, uno de los abogados más antiguos de nuestro bufete pidió ayuda a otro colega veterano en un asunto legal. Ese colega era talentoso y capaz, pero muy egoísta. Respondió: “¿Qué gano yo con eso?” Esa filosofía del “¿qué gano yo con esto?” es el gran mal de este mundo. Sin duda, se trata de una de las puntas más agudas de esa corona de espinas.

La invitación que Jesús hace a cada uno de nosotros es: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.” (Mateo 16:24) ¿No sería ya hora de negarnos a nosotros mismos, como el Salvador aconsejó, de entregarnos y disciplinarnos, en lugar de dedicarnos a nuestra mezquina y egoísta manera de ver el mundo? La cuestión no es tanto lo que nosotros podemos hacer, sino lo que Dios puede hacer por medio de nosotros. Pablo dijo:

“Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor y dispuesto para toda buena obra.” (2 Timoteo 2:21)

Tomar sobre sí la propia cruz y seguir al Salvador es siempre un compromiso de servicio. Cuando yo estudiaba, era muy pobre. Trabajé largas horas en una fábrica de conservas recogiendo latas calientes por 25 centavos de dólar la hora. Aprendí que el egoísmo tiene más que ver con lo que sentimos respecto a lo que tenemos, que con lo que realmente poseemos. Un hombre pobre puede ser egoísta, y un hombre rico, generoso; pero una persona obsesionada únicamente en recibir tendrá dificultades para encontrar a Dios.

He llegado a la conclusión de que la mayoría de los privilegios conlleva la responsabilidad de dar, servir y bendecir. Dios puede cancelar cualquier privilegio que no sea usado conforme a Su voluntad omnipotente. La obediencia al mandamiento de dar, servir y bendecir, con fe y devoción, es la única manera de recibir la corona de gloria a la que se refirieron los antiguos apóstoles. Es la única manera de dar a la vida su verdadero significado. Entonces podremos recibir honores o desprecio con la misma serenidad.

Termino con las palabras de Ezequiel: “Y tú, hijo de hombre, no les temas, aunque te rodeen zarzas y espinos…” (Ezequiel 2:6). En este mundo siempre cambiante, aferrémonos continuamente a las cosas que no cambian: la oración, la fe, los convenios salvadores, el amor a la familia y la hermandad.

Si quitamos de nuestra vida las astillas del pecado y las espinas de la tentación, negándonos a nosotros mismos, tomando nuestra propia cruz y siguiendo al Salvador, podremos transformar una corona de espinas en una corona de gloria. Testifico, como uno de Sus humildes siervos, llamado para ser Su testigo especial, que Él vive. Testifico desde lo profundo del alma que estamos comprometidos en Su santa obra, por medio de la cual, si somos fieles, podremos ser coronados con honor, gloria y vida eterna (véase DyC 75:5).

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