CAPÍTULO CINCO
Hijos de Cristo, Herederos del Reino de Dios
DESDE LOS PRIMEROS DÍAS de la Iglesia, las Autoridades Generales y los misioneros viajan por casi todas partes para proclamar el evangelio de Jesucristo, restaurado por el profeta José Smith, y para establecer la Iglesia con llaves y autoridad en muchos países. Una parte emocionante y placentera de nuestro ministerio ha sido la oportunidad de adorar con personas maravillosas de diversas culturas y grupos étnicos. Da gozo al alma sentir su fortaleza espiritual y su amor, y retribuirles ese amor.
Ahora se abren las cortinas para más y más naciones no industrializadas. En algunos de esos países, gran parte de la población es muy pobre. Muchos tienen poco acceso a los comodidades de la vida e incluso a algunas cosas indispensables. Vemos hombres y mujeres trabajando hasta la extenuación, de sol a sol, por apenas una migaja. Aun así, su sonrisa franca y su rostro alegre muestran que han encontrado cierta felicidad con su porción en la vida.
Algunos dirían: “¿Es justo que algunos hijos de Dios posean tanta salud y bienes materiales mientras otros tienen tan poco?” Muchos de los que poseen bienes en abundancia no valoran lo que disfrutan. Pero también hemos presenciado la generosidad de miembros de esta Iglesia que se preocupan profundamente por aquellos, en todo el mundo, que carecen de lo necesario para vivir. Contribuyen generosamente para ayudar a los pobres de diversos países, incluso donde no hay miembros de la Iglesia. Ciento catorce países han recibido ayuda humanitaria desde 1985.
He aprendido a admirar, respetar y amar a personas de todas las razas, culturas y naciones que he tenido el privilegio de conocer. Mi experiencia me dice que ninguna raza o clase parece superior a otra en espiritualidad y fidelidad. Los que menos se interesan espiritualmente —independientemente de raza, cultura o nacionalidad— son aquellos individuos a los que el Salvador se refirió en la parábola del sembrador, que están “ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto.” (Lucas 8:14)
Richard Wirthlin, uno de los más eminentes investigadores de opinión pública en Estados Unidos, identificó, por medio de encuestas, las carencias básicas de las personas de ese país. Son estas: autoestima, paz interior y satisfacción personal. Creo que esas son también las carencias de los hijos de Dios en todas partes. ¿Cómo satisfacerlas? Pienso que, detrás de cada una, está la necesidad de establecer nuestra propia identidad personal como progenie de Dios. Podremos satisfacer esas tres carencias, independientemente de los antecedentes étnicos, culturales o nacionales, si miramos hacia la naturaleza divina que existe dentro de nosotros. Como dijo el propio Salvador: “Y el Espíritu da luz a todo hombre [y mujer] que viene al mundo; y el Espíritu alumbra a todo hombre [y mujer] que escucha su voz en el mundo.” (DyC 84:46)
El presidente David O. McKay dijo:
“Por lo general, hay en el hombre una naturaleza divina que lucha por llevarlo hacia adelante y hacia arriba. Creemos que ese poder interior es el espíritu que proviene de Dios. El hombre vivía antes de venir a esta tierra y ahora está aquí esforzándose por perfeccionar el espíritu que tiene dentro de sí. En algún momento de la vida, todo hombre toma conciencia del deseo de entrar en contacto con lo Infinito. Su espíritu intenta alcanzar a Dios. Ese sentimiento es universal, y todos los hombres deberían, con total sinceridad, dedicarse a la misma gran obra: la búsqueda y el desarrollo de la paz y de la libertad espiritual.”
Cuando los humildes siervos de Dios —las Autoridades Generales, los misioneros y otros— viajan por todo el mundo, nos sentimos compelidos a preguntar: ¿Qué podemos hacer por los pueblos de la tierra? ¿Qué solo nosotros podemos darles? ¿De qué manera podemos justificar el enorme esfuerzo, tiempo y recursos invertidos en la obra de “[ir] por todo el mundo” (Marcos 16:15), tal como el Señor lo ordenó? No podemos modificar la economía de los países. No procuramos cambiar gobiernos.
La respuesta es sencilla. Podemos ofrecer la promesa hecha por el Salvador: “Paz en este mundo y vida eterna en el mundo venidero.” (DyC 59:23) La vida se transforma cuando los siervos de Dios enseñan a Sus hijos en todas partes a aceptar y guardar los mandamientos de Dios. Cualquiera, independientemente de su cultura o circunstancias económicas, puede ir a lo profundo de su propio pozo espiritual y beber del agua. Quien beba de esa agua, como dijo el Salvador, “no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que brota para vida eterna.” (Juan 4:14) Las necesidades básicas de la humanidad identificadas por el Dr. Wirthlin —autoestima, paz interior y satisfacción personal— pueden ser plenamente satisfechas mediante la obediencia fiel a los mandamientos de Dios. Esto es verdadero para cualquier persona de cualquier país o cultura.
Aunque muchos carezcan de las cosas necesarias para la vida, me siento consolado por las palabras de Nefi: “Y todos se habían hecho discípulos de Cristo; eran hijos de él y herederos del reino de Dios.” (4 Nefi 1:17)
A medida que nos establecemos en un número cada vez mayor de países, encontramos una rica diversidad cultural en la Iglesia. Es posible, sin embargo, que en todas partes exista la “unidad de la fe.” (Efesios 4:13) Cada grupo aporta sus propios dones y talentos a la mesa del Señor. Podemos aprender muchas cosas valiosas los unos de los otros. Pero cada uno de nosotros debe también procurar voluntariamente participar de todos los convenios, ordenanzas y doctrinas unificadoras y salvadoras del evangelio del Señor Jesucristo.
En medio de la gran diversidad de pueblos, culturas y situaciones, recordamos que todos somos iguales ante el Señor, como enseñó Pablo:
“Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.” (Gálatas 3:26–29)
No perdemos nuestra identidad al convertirnos en miembros de esta Iglesia. Llegamos a ser herederos del reino de Dios, uniéndonos al cuerpo de Cristo y dejando de lado espiritualmente algunas diferencias personales para unirnos en una causa espiritual más elevada. Decimos a todos los que se afilian a la Iglesia que conserven todo lo que sea noble, bueno y edificante de su cultura e identidad personal. Sin embargo, bajo la autoridad y el poder de las llaves del sacerdocio, todas las diferencias desaparecen en nuestro esfuerzo de llegar a ser herederos del reino de Dios, de unirnos en obediencia a quienes poseen las llaves del sacerdocio y de buscar la naturaleza divina que existe dentro de nosotros. Todos son aceptados y amados. Pero solo hay un reino celestial de Dios.
Nuestra verdadera fortaleza no está en la diversidad, sino en nuestra unidad espiritual y doctrinal. Por ejemplo, la oración bautismal y el bautismo por inmersión en el agua son los mismos en todo el mundo. Las oraciones sacramentales son iguales en cualquier lugar. Cantamos los mismos himnos de alabanza a Dios en todos los países.
Los elevados estándares morales de esta Iglesia se aplican a todos los miembros en cualquier país. La honestidad y la integridad se enseñan y se esperan en todas partes. En todo el mundo se exige la castidad a los miembros de la Iglesia antes del matrimonio y la absoluta fidelidad al cónyuge después. En cualquier lugar, quienes violen esos elevados estándares de conducta moral ponen en riesgo su condición de miembros de la Iglesia.
Los requisitos para entrar en el templo no cambian de un lugar a otro. Dondequiera que exista un templo, la autoridad del sacerdocio concede las mismas bendiciones. El templo es el ejemplo perfecto de nuestra unidad como miembros de la Iglesia. Todos respondemos a las mismas preguntas en cuanto a nuestra dignidad para entrar en el templo. Todos los hombres se visten de manera semejante. Todas las mujeres se visten de manera semejante. Dejamos atrás las preocupaciones del mundo al entrar en el templo. Todos reciben las mismas bendiciones. Todos hacen los mismos convenios. Todos son iguales ante el Señor. A pesar de nuestra unidad espiritual, hay suficiente espacio para que cada uno exprese su individualidad. En ese contexto, todos son herederos del reino de Dios. El presidente Hunter lo dijo bien: “La clave para una Iglesia unificada es un alma unificada, en paz consigo misma y no dada a conflictos ni tensiones interiores.”
La riqueza espiritual de nuestras reuniones parece tener poco que ver con los edificios o los países donde nos reunimos. Hace muchos años fuimos a Manaos, una ciudad a orillas del río Amazonas, rodeada por la selva, para reunirnos con los misioneros y un pequeño grupo de santos que allí residían en esa época. Nos congregamos en una casa muy humilde, sin vidrios en las ventanas. Hacía mucho calor. Los niños se sentaron en el suelo. El presidente de misión, Hélio da Rocha Camargo, dirigía la reunión e invitó a un hermano fiel a ofrecer la oración inicial. El humilde hombre respondió: “Con gusto oraré, pero ¿puedo también dar mi testimonio?” Una hermana fue llamada a dirigir los himnos. Ella contestó: “Me encantaría dirigir los himnos. Pero, por favor, déjenme también dar mi testimonio.”
Y así fue durante toda la reunión, con todos los que participaban de una u otra manera. Todos se sentían impulsados a dar su profundo testimonio del Salvador y Su misión, y de la restauración del evangelio de Jesucristo. Todos los presentes se expresaron desde lo más hondo del alma, recordando las palabras del Salvador: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.” (Mateo 18:20) Lo hicieron más como herederos del reino de Dios que como miembros brasileños de la Iglesia.
La multiplicidad de lenguas y culturas es tanto una oportunidad como un desafío para los miembros de la Iglesia. Proveer para que todos escuchen el evangelio en su propio idioma exige muchos esfuerzos y recursos. Sin embargo, el Espíritu es una forma de comunicación más elevada que el idioma. Hemos estado en muchas reuniones en las que las palabras eran totalmente ininteligibles; no obstante, el Espíritu daba fuerte testimonio de Jesucristo, el Salvador y Redentor del mundo. Aun existiendo diversidad de idiomas, esperamos que ningún grupo minoritario llegue a sentirse tan indeseado en el “cuerpo de Cristo” (véase 1 Corintios 10:16–17) al grado de desear adorar exclusivamente dentro de su propia cultura étnica. Esperamos que los pertenecientes al grupo étnico predominante ayuden a estas personas a integrarse en la hermandad y fraternidad del evangelio, estableciendo una comunidad de santos en la que todos se sientan amados e indispensables.
La paz espiritual no se encuentra en la raza, la cultura ni la nacionalidad, sino en nuestro compromiso con Dios y con los convenios y ordenanzas del evangelio. Cada uno de nosotros, independientemente de su nacionalidad, necesita sumergirse en los rincones más íntimos del alma para hallar la naturaleza divina profundamente arraigada en su interior y rogar sinceramente al Señor que nos dote de sabiduría e inspiración. Solo cuando lleguemos a lo más profundo de nuestro ser descubriremos nuestra verdadera identidad, nuestro valor propio y nuestro propósito en la vida. Solo cuando procuremos liberarnos del egoísmo y de la preocupación por recompensas y riquezas, encontraremos el dulce alivio de las ansiedades, heridas, dolores, sufrimientos e inquietudes de este mundo. De esa manera, como dijo el presidente J. Reuben Clark: “Seremos capaces de hacer fructificar las riquezas del espíritu.” Dios no solo nos ayudará a encontrar gozo y satisfacción sublimes y eternos, sino que también nos transformará, para que lleguemos a ser herederos del reino de Dios.
Esa es la verdadera restauración de nuestra naturaleza sagrada. Tenemos en nosotros la autoridad para reaccionar a los desafíos de la vida de la manera que elijamos. De esa forma podemos asumir el control de cualquier situación. Como dijo el Salvador a la mujer enferma: “Tu fe te ha salvado.” (Mateo 9:22)
Tengo la firme certeza de que Jesús es nuestro divino Salvador, Redentor y el Hijo de Dios, el Padre. Sé de Su veracidad por medio de un sentimiento inquebrantable y tan sagrado que no consigo expresarlo en palabras. Sé y testifico con absoluta certeza que José Smith restauró las llaves de la dispensación del cumplimiento de los tiempos, y que todo presidente de la Iglesia ha sido portador de esas llaves, de la misma manera que el presidente Gordon B. Hinckley las posee hoy en día.























