Sed leales al Señor
por el presidente Spencer W. Kimball
Liahona Noviembre 1980
La integridad (la buena voluntad y la habilidad de vivir de acuerdo con nuestras creencias y obligaciones) es una de las piedras fundamentales del buen carácter, y sin éste uno no puede tener la esperanza de disfrutar de la presencia de Dios ni aquí ni en la eternidad. No debemos comprometer nuestra integridad prometiendo lo que no vamos a hacer.
Si tomamos nuestros convenios a la ligera, lesionaremos nuestra existencia eterna. Utilizo la palabra convenio en forma deliberada, ya que es una palabra que tiene connotaciones sagradas; y mi intención es utilizarla con toda la fuerza espiritual que tiene. Es muy fácil y tentador justificar nuestra conducta; pero en las revelaciones modernas el Señor nos explica que “cuando tratamos de cubrir nuestros pecados, o de gratificar nuestro orgullo, nuestra vana ambición… los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido,… y (el hombre) queda solo para dar coces contra el aguijón” (D. y C. 121:37-38).
Por supuesto que podemos elegir; tenemos el libre albedrío, pero no podemos escapar de las consecuencias de nuestras decisiones. Y si hay un punto débil en nuestra integridad, es allí precisamente donde el adversario concentra su ataque. Os aseguro que todas las normas de la Iglesia, tanto aquellas relacionadas con la conducta moral como las que se relacionan con la manera de vestir y el aspecto personal, son el resultado de intensa consideración de los líderes de la Iglesia por medio de la oración. Los adultos jóvenes con una apariencia sana y limpia demuestran que no tienen necesidad alguna de seguir los ejemplos del mundo, los cuales muy a menudo se ponen de manifiesto en el desorden, la suciedad y las modas extravagantes; y los jóvenes y señoritas que no han sucumbido a las destructivas tendencias morales de vestirse al igual sin tener en cuenta su sexo son personas alegres que tienen una vida ordenada y que están dedicadas a mejorar su habilidad de servir a Dios y a sus semejantes.
Shakespeare, por medio de Polonio, nos dice una gran verdad: “El traje revela al sujeto” (Hamlet, acto 1, escena 3). Nuestra apariencia externa nos afecta, y tenemos la tendencia a actuar de acuerdo con ella. Si estamos vestidos con nuestra mejor ropa de domingo, no nos sentimos inclinados a actuar en forma áspera, ruidosa o violenta. Si nos vestimos con ropa de trabajo, tenemos una actitud laboral; si nos vestimos en forma inmodesta, tenemos la tentación de actuar inmodestamente; si vestimos como el sexo opuesto, tendremos la tendencia de perder nuestra identidad sexual o algunas de las características que distinguen la misión eterna de nuestro sexo. En esto espero que no se me interprete mal: No estoy diciendo que debemos juzgar a otra persona por su apariencia, ya que eso sería una insensatez; lo que quiero decir es que hay una relación entre la forma en que nos vestimos y nos arreglamos, y las tendencias que tenemos en nuestros sentimientos y acciones. Al instar seriamente a actuar de acuerdo con las normas de la Iglesia, no debemos rechazar a los hermanos que posiblemente no hayan oído o comprendido estas cosas; no se les debe juzgar como personas malas, sino que hay que demostrarles más amor para hacerles comprender con paciencia que si no cumplen con sus responsabilidades, corren peligro y no están actuando de acuerdo con los ideales a los cuales deben lealtad. Esperemos que el descuido que a veces vemos sea más inconsciente que deliberado.
Nuestra meta es la perfección, pero todavía nos falta mucho para lograrla. Mantened vuestra integridad y esforzaos por vivir en armonía con el Espíritu; guardad todos los mandamientos, para que algún día podáis presentaros sin mancha ante el Señor; dad al Señor, hoy y siempre, vuestra fe y vuestra lealtad, para que Él pueda estar complacido con lo que hacéis. La lealtad al Señor también incluye lealtad para con sus líderes. Yo sé que aquellos que Él ha llamado para guiar a sus hijos en esta dispensación del cumplimiento de los tiempos reciben inspiración divina. Mi abuelo sirvió en el primer Quorum de los Doce; mi padre fue presidente de misión y de estaca cuando la Iglesia era mucho más pequeña de lo que es en la actualidad; bajo la dirección de cinco presidentes de la Iglesia, yo he servido – como oficial de estaca y Autoridad General durante sesenta y un años. Las vidas de nosotros tres encierran esencialmente todo el período de la Iglesia restaurada. Entre los tres hemos llegado a conocer muy bien a casi todas las Autoridades Generales desde la restauración de la Iglesia. En base a esto, os digo que todos esos líderes han sido hombres cuyos grandes logros han ido más allá de sus habilidades naturales, porque el Señor les dio el poder para llevar a cabo su obra.
Y cuando me refiero a la influencia del Señor en los líderes, me refiero también a los incontables miles de otros líderes en cuyas casas me he hospedado, cuyo testimonio he oído y cuyas buenas obras y generoso servicio he podido apreciar. Sé que dondequiera que haya un corazón humilde y sincero, deseo de justicia, abandono del pecado y obediencia a los mandamientos de Dios, el Señor derrama más y más luz hasta que finalmente se transforma en un poder que traspasa el velo celestial y se llega a saber más de lo que el hombre sabe. Una persona que sea justa tiene la invalorable promesa de que un día verá la faz del Señor y sabrá que Él es. (Véase D. y C. 93:1.)
A menudo se les da reconocimiento especial a las Autoridades Generales, y con razón, ya que es nuestra responsabilidad orar por ellas, para que tengan éxito en sus llamamientos; pero yo sé que el Señor está complacido con cualquier alma que honre el llamamiento que Él le ha dado, cualquiera que éste sea, en la misma manera que lo está con aquellos cuya vida y logros son más evidentes. El presidente J. Reuben Clark, hijo, hizo la siguiente declaración en forma simple y elocuente: “En esto de servir al Señor, no importa dónde se sirve sino cómo. En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, uno toma el lugar al cual ha sido llamado debidamente, lugar que no se busca ni se rechaza” (Conference Report, abril de 1951, pág. 254). El presidente Clark guio su vida por este precepto. Toda mi vida he apoyado a mis líderes y he orado por ellos. Y durante estos últimos años he sentido un mayor poder debido a las oraciones que los santos han elevado a los cielos por mí.
Estoy agradecido por la longanimidad del Señor; parecería que El recibe tan poco a cambio de todo lo que hace por nosotros, pero el principio del arrepentimiento —de levantarnos cada vez que caemos, sacudirnos y reiniciar ese camino ascendente— este principio es la base de toda nuestra esperanza. Es por medio del arrepentimiento que el Señor Jesucristo puede llevar a cabo el milagro sanador, infundiéndonos fortaleza cuando nos sentimos débiles, salud cuando estamos enfermos, esperanza cuando estamos desilusionados, amor cuando nos sentimos vacíos y entendimiento cuando buscamos la verdad.
Por encima de todo, declaro que el Señor Jesucristo es el centro de nuestra fe, y os testifico que Él vive y hoy día dirige su Iglesia, que oye nuestras oraciones cuando humilde, ferviente e incesantemente nos esforzamos por conocer su voluntad, haciendo también de éste un día de milagros y de revelación. Yo testifico que ésta es la verdad tal como mi padre y yo, y vuestros padres y vosotros hemos estado enseñando al mundo: Este evangelio es verdadero y divino.